Privacidad
Ayer se conoció la noticia de un robo en las calles de Vicente López. Es seguro que el episodio no hubiera merecido demasiado aire en los medios, pero ocurre que uno de los ladrones, que usaron réplicas de armas para llevar adelante el atraco, es hijo de una periodista de nombre. Esa celebridad puso el tema en lo más alto de los portales digitales y lo sostuvo durante horas en las pantallas de la televisión. No bastó con la información: un sinfín de imágenes de la madre acompañó toda la jornada la noticia policial. Hubo más: a media mañana, una emisora envió un móvil a la puerta de la vivienda de la tía del delincuente, muy conocida, también, quien pidió que lo quitasen de allí pues nada tenía para decir.
No es la primera vez que la televisión invade la privacidad de las personas (la práctica deleznable es habitual en los ciclos dedicados al chimento y aun en los noticieros), pero la presencia de una celebridad multiplica esa pulsión malsana. No hay nada que explique esa decisión que no sea el gusto por revolver la basura, dañar a los otros o aun humillarlos. Ni siquiera hay convicción, o tan solo persiste la convicción de sostener un negocio. Todo sea por un espectador. Sin embargo, el encendido cae. Por suerte, la audiencia busca resguardarse de esas viscosidades.