Centralidad del Estado y tentación autoritaria
MONTEVIDEO.-La centralidad del Estado es una inevitable consecuencia de la pandemia. En todos los países, unos más, otros menos, en los últimos años se había ido produciendo un proceso de relativa disminución de los poderes del Estado. Por un lado, las ideas liberales en economía produjeron claramente un impacto que si no tuvo la radicalidad propuesta en los años 70 por el predominio académico de Milton Friedman y el impacto de los gobiernos de la señora Thatcher y Ronald Reagan, dejaron una huella aun en aquellos Estados más dirigistas. La liberalización internacional del comercio fue produciendo una caída importante del proteccionismo en el mundo entero, al punto que aun en países autoritarios –o incluso de partido único como China– abrieron más espacio a la actividad privada. En algunos países los procesos de privatización fueron radicales, pero aun en los más críticos a esa corriente, un proceso de racionalización produjo la declinación de la mayoría de los monopolios estatales históricos.
En otra dimensión, el internacionalismo, la multilateralidad fueron avanzando sobre los regímenes nacionales, estableciendo límites muy importantes en temas antes impensables como control de armamentos, medio ambiente o derechos humanos.
Ni hablar que las nuevas tecnologías, con medios de comunicación que saltaron fronteras, han acorralado a los Estados nacionales. No encontraban –y aun no encuentran cabalmente– el camino sensato para acompasar el poder de las redes a los modos tradicionales de producción, trabajo y comunicación, invadidos por una tormenta de cambios difíciles de absorber. Lo cual también impactó severamente en la vida política, al debilitarse el concepto de representación (en parlamentos o partidos), por un ciudadano que se representaba a sí mismo a través de esas redes que le ofrecían un espacio universal de comunicación. Por cierto, esto tiene mucho de espejismo, de irrealidad, porque escribir en Facebook no hace parte de un real debate de ideas, pero sin duda crea la ilusión de que es así. De ahí que los partidos políticos declinaron sustantivamente y los nuevos medios sembraron un campo fértil para los predominios personalistas y los políticos mediáticos de tono populista como los que hoy se ven hasta en los EE.UU. o Gran Bretaña.
La pandemia ha marcado una reversión de esas tendencias ante la necesidad de adoptar medidas extremas sobre la vida cotidiana, regulaciones sanitarias de imposición coactiva y uso de recursos extraordinarios, a tal punto que retornaron las invocaciones a Keynes y sus ideas, no siempre bien aplicadas, sobre la acción pública para enfrentar flagelos sociales. De este modo, el Estado adquirió la centralidad que históricamente le impusieron todos los momentos de crisis, sean guerras, quiebras económicas o alzamientos militares.
Naturalmente, son procesos complejos, con corrientes contradictorias, pero convengamos que estamos en la hora de los presidentes, el momento de los conductores del Estado. Al generalizarse el temor, se miró hacia ellos buscando seguridad, protección, rumbo. Se aceptaron sin reservas medidas excepcionalísimas, que en ocasiones se parecían al toque de queda de la época de los bombardeos al limitar hasta el tránsito. Nadie cuestionó medidas jurídicas de excepción.
El fenómeno lleva ya seis meses, la gente está fatigada de confinamientos, pero ya no se retorna al mismo punto de salida. El teletrabajo se ha instalado, la telemedicina ha pasado a ser central y las empresas, muy heridas, buscan los modos de sobrevivir. La desocupación, que ya era importante, crecerá y encontrará ahora problemas estructurales. La economía latinoamericana caerá este año un 9% aproximadamente y Europa no le irá en zaga. Muchos gobiernos salieron fortalecidos de la situación, pero ahora tienen que enfrentar las demandas sociales de una población fatigada, con una economía mundialmente recesiva. Ello genera otros riesgos, que alcanzan a las libertades públicas. En algunos países se han extendido las restricciones para soslayar ciertos problemas o acallar otros reclamos. Bajo el rubro de las necesidades de orden público se gobierna como si se estuviera en guerra y se disponen medidas económicas muchas veces arbitrarias.
A su vez, hay un acostumbramiento al uso de esas medidas extraordinarias, que por su naturaleza solo podrían disponerse por ley y no por resoluciones administrativas. Crece la tentación por esos poderes especiales. Sin ir más lejos, la Argentina, por esa vía, acaba de reabrir un debate que en los años 70 se instaló bajo el rótulo de Nueva Orden Informativo Internacional, impulsado por las corrientes tercermundistas de la época. En aquel entonces se sumó la Unesco, con una fuerte oposición de los comunicadores latinoamericanos, cuya doctrina es que los medios (radio, televisión) son una "actividad privada de interés público", estrictamente idéntica a la prensa. Del otro lado, se hablaba entonces del "servicio público", asimilándolo a las prestaciones de tipo comercial que el Estado provee directamente o regula según su orientación. Declarar internet – y sus derivados– un servicio público pone en jaque la cuestión de las libertades. Y se desplaza al conjunto de la actividad económica, que tiene hoy en la comunicación digital la base de su aparato circulatorio. No es un asunto anecdótico, sino central en la vida democrática y la economía de mercado. El tema tiene muchas aristas y podrán sostenerse variados matices, pero ninguna sociedad democrática puede abordar un tema de esta relevancia soslayando una consideración muy seria, de naturaleza estrictamente legal.
Otra cuestión muy relevante es el tema de los servicios de salud. Todos los países tuvieron que tomar medidas de emergencia y ampliar servicios porque no preveían una situación de esta naturaleza. Los científicos nos dicen ahora que esto no es tan excepcional y que así como en los últimos años hubo otras fiebres, hay que estar preparados para la aparición de fenómenos análogos.
No anunciamos ningún apocalipsis, pero quien piense que iremos saliendo de esta situación a la preexistente se equivoca. Mucho ha cambiado. Lo que no debe cambiar es la legalidad, el Estado de Derecho y el ejercicio de la autoridad del Estado con respeto para los derechos ciudadanos.
Expresidente de Uruguay