China, el actor que insiste en cambiar el escenario
Cuando las reformas económicas lanzadas por Deng Xiaoping en 1978 ubicaron a China en un camino que transformó su potencial latente en poder real, este país alcanzó gradualmente un protagonismo mundial inusitado. El crecimiento del PBI chino en 400% en cuarenta años ha llevado incluso a predecir que, de lograrse índices anuales de crecimiento de un 7% en la próxima década, su economía podría superar a la de Estados Unidos.
Este proceso de autoextensión de China podría traer aparejado un cambio en el reparto del poder mundial. Dicha modificación cobra mayor relevancia si damos cabida a los teóricos que entienden que las transiciones internacionales resultan en "guerras de dimensión mundial" entre el Estado dominante que procura mantener el orden establecido y el Estado que brega por alterar el statu quo.
La globalización ha generado un sistema mundial de producción y finanzas en el que algunos Estados del "Sur Global" se posicionaron como potencias emergentes. En el caso de China, el capitalismo depende de ella, dadas las vastas cadenas mundiales de subcontratación y el papel central que ese país desempeña en tales cadenas.
Entre uno de los tantos resultados del mencionado proceso se encuentra la interdependencia entre las economías de EE. UU. y China. Sin embargo, en los dos últimos años, hemos sido testigos de la degradación del lazo entre Washington y Pekín. El primero rechaza de China la afectación de puestos de trabajo locales, la manipulación del valor de su moneda, los subsidios a la producción, los ataques cibernéticos y espionaje económico, la exigencia a las empresas extranjeras de ceder tecnología, el establecimiento de instituciones financieras alternativas, la expansión marítima, la supresión de la disidencia interna, etcétera. Por su parte, Beijing repudia las acciones de EE. UU. dirigidas al mantenimiento del apoyo militar a Japón, Filipinas y Taiwán, la restricción a los países emergentes de mayor representación en los organismos económicos internacionales la imposición unilateral del quantitative easing, etcétera. Todo esto ha provocado las conocidas guerra comercial y hostilidad en los mares del Este y Sur de la China.
Esta rivalidad entre EE. UU. y China afectó el proceso iniciado en 2012, cuando el entonces vicepresidente de China Xi Jinping convocó a Washington a construir "un nuevo tipo de relación entre países grandes". Dicha oferta tuvo una respuesta positiva de la entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton, quien afirmó: "no hay contradicción entre apoyar el surgimiento de China y promover los intereses de EE. UU.".
A la Argentina se le ha presentado el desafío de cómo posicionarse ante la irrupción china en América Latina y la resultante presión estadounidense para desalentar una alianza con Beijing. El actual gobierno levantó como bandera la llamada "inserción internacional inteligente", que redundó en fluidas relaciones con ambas potencias. Así no solo se dio respuesta a la demanda de Washington, sino que también se incrementaron los negocios con China (recordemos que el país asiático se ha convertido en uno de los tres principales socios comerciales, inversores extranjeros, prestamistas y transferentes de tecnología de nuestro país).
En China hay interés en conocer qué postura adoptará el gobierno argentino que surja de las próximas elecciones presidenciales, dado que perciben la existencia de la mencionada presión desde EE. UU. En consecuencia, a la luz de los comicios venideros y la continuación de la puja sinoestadounidense, sería oportuno que nuestra dirigencia llegase a acuerdos para definir una política de Estado en materia de política exterior. En la misma, los principios fundamentales de cómo conducir la vinculación con China no deberían ser omitidos.
Jorge Malena