China y Rusia
En el curso de medio siglo, la República Popular China y Taiwan enhebraron un conflicto que jamás culminó en una guerra generalizada. El conflicto nació de la derrota que en 1949 Mao Tse-tung infligió al líder nacionalista chino Chiang Kai-shek en una guerra civil que siguió a la derrota de Japón en 1945.
Con los restos de su ejército, Chiang emigró a la isla de Formosa y organizó un gobierno con el propósito de reconquistar el continente. Nunca logró ese objetivo. Chiang murió en 1975, un año antes que Mao, luego de montar un régimen autoritario apoyado, por razones estratégicas, en el poderío de los Estados Unidos. Tal alianza militar se mantuvo incólume, pese al reconocimiento diplomático de China por los Estados Unidos y a su incorporación a la ONU, desplazando a Taiwan, en 1971.
El Estado de Taiwan se prolongó hasta el presente. Con el paso del tiempo ofreció el ejemplo de cómo un sistema capitalista exitoso pudo coexistir, en una primera etapa, con un régimen represivo, que durante 38 años aplicó la ley marcial, vertebrado por un partido hegemónico (el Kuomintang) y un mecanismo de sucesión de corte nepotista (Chiang fue sucedido a su muerte por su hijo Chiang Ching-kuo).
El segundo período del régimen "taiwanés" coincide con las transformaciones del comunismo chino en las dos últimas décadas. El antiguo orden totalitario de la República Popular China se transmutó en un régimen autoritario que, conservando el monopolio del poder político en manos del Partido Comunista, garantiza a la inversión privada franjas de actividad crecientes. China se ha lanzado al comercio internacional sin abandonar su viejo "élan" militarista y expansivo.
En su momento autoritario, la república de Taiwan fue la imagen de la China actual: control del poder político, militarización activa y aliento al desarrollo capitalista. Hoy, en cambio, en Taiwan se abre paso la democracia. Desde la muerte de Chiang Ching-kuo, en 1988, el sistema político ha llegado al punto de una victoria de la oposición al Kuomintang en las recientes elecciones del 18 de marzo.
El hombre que acaparó el 41,4% de los votos, Chen Shui-Bian, conoce al dedillo su país natal y las desventuras de enfrentarse a un partido hegemónico. Ha vencido, pero al precio de invocar la independencia de la isla, justo cuando China pretende imponer a sus antiguos enemigos un sistema de incorporación similar al que negoció con el Reino Unido en Hong Kong. De este modo ha quedado trabado un enfrentamiento entre dos soberanías rivales: una establecida en China, que crece día a día (después de Hong Kong fue absorbida la ex colonia portuguesa de Macao) y otra emergente en Taiwan.
Tras la sangrienta rivalidad entre Mao y Chiang Kai-shek, latía el extraño acuerdo de que ninguno de los dos discutía la soberanía china. Tanto Mao desde Pekín como Chiang desde Taipei soñaban con el control absoluto de todo el territorio. Ahora las cosas han cambiado porque el desafío de convertir a Taiwan en una nación soberana plantea a China y a los Estados Unidos un doble dilema. Por el lado chino, la cuestión estriba en saber si es posible la reunificación con Taiwan sin pagar el impredecible costo de una intervención militar. De parte del gobierno de los Estados Unidos, el problema no es menos grave, pues el modo como se relacionen de aquí en más chinos y taiwaneses habrá de pesar significativamente en el diseño de su política exterior.
¿Qué papel le cabe a China cuando asoma el nuevo siglo? ¿Será, como quieren los Estados Unidos, el de una pacífica potencia comercial integrada al mundo de la globalización? ¿O bien, su poder demográfico y económico, junto con el monopolio del poder político, harán de ella, en poco tiempo, una gran potencia militar? Son preguntas que van insinuando el panorama de un mundo multipolar. Paradojas de la nueva democracia en Taiwan: la recuperación de la libertad política inspira una legítima reivindicación de la soberanía del Estado y ésta, a su vez, choca con el proyecto esgrimido desde Pekín de una China sin enclaves.
Está por verse si predominarán de inmediato, aunque parece difícil, los intereses militares. Pero suponiendo que esta hipótesis tuviese alguna verosimilitud, no está de más comparar la posibilidad de una crisis entre China y Taiwan con la política de los Estados Unidos frente a las convulsiones regionales en Rusia.
Hoy tendrán lugar allí los primeros comicios presidenciales posteriores a la era Yeltsin. Si Vladimir Putin se alza con el triunfo, parece oportuno recordar la actitud de la OTAN mientras cundía la segunda guerra secesionista de Chechenia. Salvo las condenas morales, no se emprendió ninguna acción preventiva para aligerar la carga de miseria y exterminio que se desplomó sobre esa región. Nada tuvo que ver esta política con la que se desenvolvió en Kosovo. En los Balcanes se ensayó una inédita estrategia intervencionista -muy discutida por sus efectos- para detener las masacres étnicas. En Chechenia primó el concepto tradicional de la no intervención y la inviolabilidad de los Estados, mientras el ejército ruso aplastaba sin miramientos humanitarios a un enemigo adicto al método terrorista.
Putin levantó su liderazgo sobre esos escombros. El mundo se pregunta cuál será el perfil de este enigmático personaje forjado en los rangos de la KGB. ¿Se profundizarán las reformas y la orientación occidental de la política de Yeltsin más allá de los desatinos cometidos? ¿O bien Rusia se replegará en el nacionalismo, rumiando con resentimiento sus recientes fracasos?
Conviene ser cauto con estos pronósticos. No obstante, las potencias, que hasta hace diez años ocupaban un extremo del sistema bipolar hoy ejercen el papel de actores capaces de introducir incertidumbre y acaso (esto vale para China) inestabilidad. Tal vez valga la pena recordarlo en esta arena internacional, pletórica de globalización, que adolece todavía de un marcado déficit de legitimidad política.