Chinos y argentinos
¿Qué es mejor, perder la cabeza o la compostura? ¿Sucumbir a la fatalidad o inventarse dioses? ¿Tener insomnio o volar por las noches? En realidad, nada es mejor frente a todo lo que es posible. Y los cuentos de Ariel Dilon que integran el bello libro El inventor de dioses y otros apócrifos chinos , con ilustraciones de Bernhardt, hacen que lo posible exista en la lengua y se hable de lo que supuestamente no existe o no ocurre, para que acontezca.
Por eso estos relatos escritos con la cadencia del mar y la oscilación de la luna parecen hechos de retazos de lenguas antiguas que confirman creencias remotas.
Lo de chino, en realidad, es un cuento. Porque, más bien, son cuentos chinos bien argentinos, que sondean en la posibilidad de existir a través de un sueño, una poesía o de una pregunta.
"El decapitado coqueto" cuenta la historia de un guerrero que vuelve sin cabeza después de haber perdido a sus soldados en la guerra. De su armadura, surge una voz que hace una pregunta: ¿cómo me veo mejor, con cabeza o sin ella?
El cuento juega con la gráfica del sentido común: perder la cabeza, llegar con la cabeza en alto, quedarse sin cabeza. Lo que importa es cómo luce mejor alguien que ha sido derrotado. La palabra modula el gesto. De esta manera, se escribe: "Los méritos del guerrero no fueron olvidados. Se lo siguió venerando en toda la región de Chang, cuya florida lengua quedó para siempre impregnada de la poesía loca, melancólica, acéfala de aquella derrota feroz, pero colmada de imponderable dignidad". Se trata, entonces, de la coquetería desde la dignidad.
Pero no sólo la cabeza se puede perder en una batalla real, y también en la de los sueños. En el cuento "Soñadores peligrosos" hay varias cabezas que andan flotando mientras el cuerpo yace dormido, sin saberlas paseanderas. En esta leyenda inventada, se plantean tres categorías de soñadores: los peligrosos para sí mismos, los peligrosos para los demás y los peligrosos para el orden imperial. La clasificación no implica un dictamen: apunta, más bien, a precisar la forma en que la existencia puede modelarse en los sueños. De allí que la peligrosidad no sea el resultado de una intención malévola. Como señala el narrador -sensible a la observación risueña-: "La amenaza no era de orden moral, sino del orden de la modorra". Quedarse dormido también es perder la cabeza por un rato.
El cuento que da título al libro, "El inventor de dioses", es una contundente ironía sobre la creación. Ya sea la creación del mundo y de las creencias que le dan forma o la creación del artista, es decir, el deseo que la sostiene. Se trata del inventor de dioses, Xiao Li, que vislumbró el negocio celestial cuando en el Año del Burro del siglo III de la era Quai se acumularon una serie de catástrofes naturales, guerras, hambrunas y pestes. A Xiao Li le pareció oportuno ponerse a vender dioses, aprovechando el temor de la gente y la imposibilidad de que pudiera ocurrir algo peor. Se convirtió, así, en un "diosista, diosero o diosador". Inventaba por encargo panteones divinos hechos de ritos y devociones, a medida de las necesidades de los futuros devotos.
Entre sus obras maestras, Xiao Li "incluye un dios de dioses, un dios sin nombre, a pedido de un escéptico".
Al entregar semejantes liturgias, creíbles y practicables, "por una vez, Xiao Li fue el artista que había querido ser". Un artista capaz de revertir el viejo lema "ver para creer": creer para ver. ©LA NACION