Claves para una política de Estado en serio
Con el extendido uso del concepto "política de Estado", la sociedad argentina ha consagrado la intuición de que sus males proceden de gobernantes que desprecian el futuro cuando éste no los incluye, como el dios Cronos que devoraba a su propia descendencia o Luis XV que auguraba "después de mí el diluvio". Este sugerente aporte de la vox populi al lenguaje político, ha cobrado inusitada difusión, con aparente sentido unívoco, aséptico y un aire trascendente que, en rigor, soslaya complejidades aún no esclarecidas por el uso ni por la academia, lo que plantea la paradoja de ser constantemente invocado en acuciantes reclamos y proyectos pero sin precisar qué es una política de Estado.
Para dilucidarlo, disponemos de tres anillos de información: marcos teóricos generales como los de O'Donnell y Oszlak; usos consuetudinarios que, aunque "impresionistas", reflejan aspiraciones concretas (eficacia, planificación, estrategia, continuidad, estabilidad, largo plazo, consistencia, previsibilidad, responsabilidad, representatividad, consenso, futuro colectivo), y los datos más firmes que provee la casuística, es decir, ¿qué permitió a una determinada política pública atravesar la crónica inestabilidad de este medio siglo? Del puñado distinguido como tal -Malvinas; derechos humanos; Mercosur; política exterior argentina sobre seguridad, desarme y tecnologías sensibles (nuclear, espacial, etc.)-, escogimos la última por ser reconocida en los ámbitos especializados como un paradigma del concepto.
Este leading case demuestra que su clave como política de Estado radica en la habilidad de un grupo de instituciones tecnocráticas estatales, para articularse virtuosamente desde los años 50, merced a la progresiva adquisición y combinación de cuatro capacidades: dominio técnico de una cuestión relevante (know-how); capacidad institucional autónoma para desarrollar consistentemente aquel expertise (meritocracia profesionalizada); articulación con otros actores, demandas e intereses representativos del Gobierno y la sociedad (diálogo, control, negociación y consenso); interacción madura con el contexto internacional para potenciar las anteriores capacidades.
Así, una política de Estado puede definirse como la capacidad técnica e institucional para articular "autonomías porosas" entre instituciones estatales sólidas hacia adentro y a la vez permeables hacia afuera, esto es, un modelo de análisis de políticas públicas basado en cuatro atributos: 1) eficiencia técnica, 2) institucionalidad estatal, 3) representatividad, control y consenso, 4) interacción externa.
Siguiendo tal esquema y el dictum kantiano de que no hay conceptos sin experiencias ni viceversa, nuestro concepto revela lo inconfesable de su catártica evolución: el dramático y lento aprendizaje de que el Estado guiado por líderes o corporaciones mesiánicas, sin una articulación republicana entre las instituciones estatales y las demandas de la sociedad, es incapaz de implementar políticas virtuosas. El concepto se erige así en un implícito aunque elocuente testimonio de nuestra mancomunada responsabilidad.
Pero el futuro exige más: ¿cómo se construye una política de Estado? Si no se atienden tales capacidades como medios para alcanzar fines, se arriesga a que esfuerzos bien intencionados se diluyan en retóricas voluntaristas y sucumban ante la resiliencia del statu quo. El Estado, máximo empleador y contratista, abusado y arrasado por luchas privadas de poder en su nombre, con excusas ideológicas y la connivencia de sus propias estructuras, sectores políticos y sociales (spoils system o "política de la perinola: toma todo"), posterga su institucionalización necesaria para solucionar problemas, e induce su lenta eutanasia, pues, a la larga, la negligencia hacia actores y demandas relevantes, se paga con la propia vida de las políticas públicas.
Como la inestabilidad institucional y el déficit de políticas de Estado derivan de la disfuncionalidad entre el Estado, los gobiernos, la sociedad civil y el mundo, urge construir un equilibrio entre ellos, conforme a un orden claro de objetivos: el Estado debe estar al servicio último no de sí mismo ni del partido gobernante, sino de la sociedad. Los países desarrollados no banalizan el imperativo de dotar al Estado de capacidades técnicas, profesionalizar sus instituciones, promover su articulación con la sociedad e interactuar provechosamente con el exterior. Fortalecerse internamente de este modo permitirá superar nuestra atávica mentalidad provinciana y abordar los desafíos estructurales del orbe sin temor y con beneficio, pues no existen políticas públicas relevantes desconectadas de la agenda mundial, en la cual sólo compiten políticas de Estado.
Con las virtudes que atribuye al concepto, la sociedad está transmitiendo a sus líderes un auspicioso mensaje de madurez que debe ser aprovechado y no defraudado. Para ello es indispensable descifrar este reclamo intuitivo, comprender lo que hablamos y los esfuerzos previos que requiere: sin instituciones idóneas, meritocráticas, representativas e integradas al mundo, el Estado continuará siendo el botín de guerra de cada comicio y sus acciones, meras políticas de gobierno.
Acaso este concepto no sea más que una fase en la historia de nuestras políticas, pero merece atención, pues con él pueden hacerse muchas cosas, menos subestimarlo. Si aquella historia es comparable a las sinuosas estelas que dejan en el mar las naves conducidas por timoneles incompetentes, este concepto ofrece hoy, al menos, un rumbo firme y constante al anhelo de los argentinos.
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