Contra el vale todo
¿Tiene algún futuro la crítica de arte o no va más? Cuando digo "crítica de arte" pienso no solo en las artes estrictamente visuales, sino también en la literatura, la música, el cine. Y si tiene futuro, ¿de quién sería y a quién le serviría? Resulta difícil no resignarse a un diagnóstico terminal cuando en algunos medios locales se leen banalidades como, por ejemplo, que la prosa de una novela es "ágil y sincera". Es lo que pasa cuando el "todoterrenismo" del periodista asfixia a la crítica. En una dirección un poco distinta, sale a nuestro encuentro la Virgen abortera, tan publicitada estos días. Aun antes de subrayar la ofensa burda y ridícula del cacharro, sería necesario insistir en que cualquier obra o acción que se pretenda artística queda impugnada ya en su origen cuando antepone la provocación como pretexto a las exigencias formales, y esta máxima vale por igual para las promotoras del aborto y para León Ferrari. Hacer semejante señalamiento habría sido tarea de la crítica. Pero no...
Ahora, hablemos en serio. Una de las maneras es hablar de Con los ojos bien abiertos (Anagrama), el volumen en el que el novelista Julian Barnes reunió algunos de sus ensayos sobre arte. Hay pocas cosas más reveladoras que leer a un escritor (no importa si poeta o narrador) puesto a escribir sobre un arte que no es el suyo; revelador de quien escribe y de los objetos acerca de los que escribe. No es que algunos de los ensayos no sean defectivos; hay a veces demasiada anécdota, que siempre se iguala al chisme (después de todo, Barnes escribe novelas, es decir, encadenamientos de anécdotas). Como sea, se impone al fin el crítico, entre otras cosas porque todo novelista (todo artista) que merezca ese nombre lleva siempre un crítico dentro.
"A los escritores les gusta envidiar otras formas artísticas", observa Barnes a propósito de Howard Hodgkin, "pintor de escritores". Las páginas sobre Hodgkin son una excepción. Porque no es raro que quien escribió El loro de Flaubert elija como su coto vedado el arte francés, especialmente el del período que va de 1850 a 1920. Lo raro es más bien la microscopía de sus observaciones. Una, entre muchísimas, es la observación, en el escrito sobre Eugène Delacroix, según la cual los artistas que son más radicales en su radio de influencia propenden menos a aceptar las nuevas técnicas y formas en otras áreas del arte. Así, Delacroix nunca entendió a Richard Wagner y aborreció a Hector Berlioz. También el artista es crítico y, como dijo alguien, quien no puede tomar partido debe callar. Le pasa lo mismo a Barnes, que, nos cuenta, descubrió el arte moderno antes en la pintura que en la literatura. El arte moderno es para él Paul Cézanne, "el eslabón que no puede perderse". Sin embargo, no hay supersticiones: el autor puede admirar a Cézanne y también a Manet, aunque en este caso los cuadros realmente imprescindibles no le parezcan más de catorce o quince.
Barnes es el pariente extranjero que elige por adopción una genealogía bien francesa: la de los escritores que escriben sobre pintura, y en Con los ojos bien abiertos los menciona con admiración: Stendhal, Charles Baudelaire, Guillaume Apollinaire. Sin amaneramiento de estilo (como todo inglés, cultiva la entonación plain, casi invisible), de todos aprendió algo: de Stendhal, acaso, que en pintura el tema no importa; del Baudelaire que comentaba los salones, que se escribe a favor o en contra y para ganar a la causa propia aquello de lo que se está a favor; de Apollinaire, no solo a mirar el cubismo, sino también que ese monstruo que llamamos "belleza" no es eterno. De los tres, que no hay arte alguno sin la voluntad de hacer algo nuevo y sin una conversación ininterrumpida con el pasado. La regla vale también para el crítico. Es probable que, del mismo modo que algunos sospechan que ya no existe "el" arte, sino "los" artistas, tampoco exista "la" crítica, sino "los" críticos. Quién sabe.
El caso es que ellos aparecen, como Barnes, de vez en cuando. Por eso, en ausencia de críticos, seguirá sin crepúsculo la celebración de los ídolos.