La deserción de los adultos, detrás de un crimen que interpela a todos
Hace ciento veinte días, una ráfaga de criminalidad juvenil estremecía al país. El asesinato de Fernando Báez Sosa, del que ayer se cumplieron cuatro meses, nos llenó de estupor y de preguntas. Aunque la pandemia ha hecho que aquella madrugada de Villa Gesell hoy parezca lejana, la herida sigue en carne viva. Hay padres que esperan justicia y hay una sociedad que no debería dar vuelta la página. Sobre todo porque es posible que ese crimen no haya sido un hecho aislado. Quizá haya sido el emergente de un flagelo del que todos deberíamos hacernos cargo. Y para el cual encontrar una vacuna será, seguramente, mucho más difícil que para el coronavirus.
Decir que los rugbiers acusados del asesinato no representan a "los rugbiers" es, desde luego, una obviedad. Pero quizá debamos preguntarnos si representan a su generación. Por supuesto que las generalizaciones siempre son injustas. Y la sola idea de asimilar los desvíos de una patota desaforada con los rasgos de una generación entera de chicos de entre dieciocho y veintipico parece –y es– una temeridad. Sin embargo, no es tan temerario hablar de una generación formada en un clima de anomia cada vez más extendido. Tampoco es temerario hablar de una generación desmotivada, desacostumbrada a los límites y a la autoridad, huérfana de liderazgo adulto. Nada de eso explica el arrebato criminal, pero quizá ayude a entender el contexto de una tragedia que, al fin y al cabo, no nos sorprende del todo.
La Argentina ha naturalizado la degradación en los códigos de convivencia social. Nos conmueve un crimen atroz como el de Fernando, pero nos resignamos a la violencia cotidiana y nos replegamos en la indiferencia y la impotencia. Hace años que hemos asumido, por ejemplo, que el fútbol esté "prohibido para visitantes" porque el Estado no puede controlar a las mafias barrabravas. Lo primero que pensaron en Villa Gesell fue suprimir los boliches; otra muestra de impotencia ante el descontrol y los excesos. Quizá algún día alguien proponga cerrar los colegios ante las dificultades para garantizar la disciplina. Podríamos pensar, con esa lógica del absurdo, que el cierre de espacios públicos por la pandemia ha venido a resolvernos problemas que no podíamos controlar. Mala noticia: la misma violencia sigue agazapada, se potencia en las redes sociales y late dentro de una olla a presión.
Hay franjas de la generación posadolescente que han incorporado la agresión y la fuerza como lenguaje cotidiano. No son todos, por supuesto. Pero los rasgos distintivos –tanto en la esfera social como en la individual– nunca se definen en términos absolutos, sino por escalas relativas. El mismo día de enero en el que la patota de Gesell mataba sin remordimientos, chicos de esa misma edad ayudaban en comedores comunitarios, otros estudiaban, muchos se esforzaban en el deporte amateur y otros tantos se comprometían en causas solidarias. ¿Pero quiénes marcaron el último verano? Por supuesto que en "los gloriosos" años veinte no todo fue glorioso, como en los sesenta no todos eran hippies ni en los setenta de la Argentina todos eran militantes de la "juventud maravillosa". Pero hay algo que se convierte en rasgo diferencial y distintivo. ¿La violencia sin sentido es el rasgo de esta generación? No tenemos respuestas definitivas, pero sí suficientes motivos para preocuparnos y levantar la guardia.
En un contexto de cierta indiferencia y "vale todo", la violencia parece tener entre los jóvenes de hoy un protagonismo mayor (y más exacerbado) del que tenía en la generación anterior. El horror de Villa Gesell exhibe, además, otro rasgo escalofriante: la violencia "porque sí", por diversión. La violencia como parte de un juego sin reglas, sin límites, sin valores –por supuesto–, pero hasta incluso sin motivación.
Quizá sea una generación que no encuentra su propio sentido; que no tiene autoridad, costumbres ni estereotipos contra los cuales rebelarse. Y que se rebela contra sí misma, a través de la agresión y del exceso. ¿Será una generación aburrida además de desencantada? ¿Están cansados de hacer lo que quieren? Juegan en una cancha que no está marcada, sin árbitro, sin reglas, sin control antidoping. Lo raro es que lo de Villa Gesell no ocurra con mayor frecuencia.
Duki es un "trapero" que hace furor entre los jóvenes. Este año suspendió un recital en Neuquén porque desde el público arrojaron al escenario una piedra que podría haber provocado una tragedia. Duki tiene 23 años; nadie lo podría asociar a una mirada pacata ni retrógrada. "No sé qué le pasa a esta generación; está sacada y cree que puede hacer lo que quiere. No sé en qué están pensando, pero empiecen a tener un poco de conciencia", escribió en Instagram después de esquivar la agresión. Fue un piedrazo contra su ídolo, un piedrazo contra ellos mismos. Otra vez el sinsentido, el "porque sí". Por diez milímetros no fue otra salvajada irreparable.
Más flexible, menos dogmática, más libre, la generación de Duki parece –sin embargo– divertirse arrojando piedras o patadas. ¿Contra quién? ¿Contra qué? Tenemos más preguntas que respuestas. Pero son preguntas que debemos enfrentar. La más importante, quizá, es ¿qué responsabilidad tenemos nosotros? ¿Qué culpa nos cabe a los padres y a los maestros de esta generación? ¿Qué papel juegan los líderes y los dirigentes de este tiempo en el que las normas han quedado marginadas? Todos parecemos acobardados.
Esta generación no ha nacido de un repollo. Son nuestros hijos. Es reconfortante pensar que "los míos no son así". Pero van a ese boliche, a ese recital, a ese colegio, a ese club. Necesitan que representemos nuestro papel de adultos. Necesitan que les marquemos la cancha y que asumamos el rol, si se quiere incómodo y antipático (seguramente trabajoso), del que exige, vigila y hace cumplir las normas.
Lo de Villa Gesell no ha ocurrido en cualquier lado. Ha ocurrido en una sociedad que dejó de creer en la exigencia, que ve con malos ojos el ejercicio de la autoridad y la imposición de límites, que cree que las normas están para ser burladas y que hasta mira con simpatía que sus hijos falsifiquen el DNI para entrar al boliche de moda. Lo de Villa Gesell ha ocurrido en una sociedad que mira para otro lado, que desautoriza y patotea a los docentes, que confunde meritocracia con elitismo y que ha extraviado códigos básicos de convivencia.
La nuestra es una generación a la que le cuesta decir que no; que se repliega y deja hacer. Los chicos imponen, como impusieron en las escuelas el UPD (último primer día), una especie de "previa" descontrolada que se hace en los propios colegios, en las narices de padres y profesores, que, entre la complicidad y la resignación, se limitan a consentir. Esto ocurre en un sistema educativo en el que el docente está equivocado hasta que demuestre lo contrario, en el que los "premios y castigos" han sido estigmatizados y en el que podemos ver (como vimos hace poco) un video en el que alumnos le apuntan con un arma al profesor en el aula.
Debemos eludir la tentación de las explicaciones fáciles y, mucho más, la de las generalizaciones injustas y livianas. Pero no podemos dejar de preguntarnos por qué ni qué tenemos que ver nosotros con esto que ha sucedido. ¿Estaremos los adultos dispuestos a jugar nuestro papel?