Ni héroes ni milagros: las dificultades de un nuevo ciclo económico
Luego de diez años de virtual estancamiento, el período de expansión que se inicie en el país será difícil y lento
El devenir económico del país se exhibe incierto. Luego de diez años de virtual estancamiento y dado el balance entre factores locales e internacionales, un nuevo ciclo expansivo será difícil, lento y diferirá de las experiencias hasta ahora conocidas. Ninguno de estos caracteres debería ser inesperado; salvo por cierto facilismo que inunda los discursos políticos y la particular percepción de los procesos históricos compartida por amplios sectores de la sociedad.
Partamos del facilismo: nuestro desarrollo económico se fundó en experiencias relativamente sencillas. Durante un primer ciclo, comprendido entre las últimas dos décadas del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, se incorporaron las tierras de la pampa húmeda a la producción en gran escala de los alimentos demandados por la Europa industrial. Para ello se requirió de capitales, sobre todo en infraestructura, que redujeran los costos de nuestras distancias internas e internacionales. También de mano de obra que aportó la generosa inmigración del último contingente disponible por las industrializaciones tardías del Viejo Mundo.
Nada de esto hubiera sido factible sin la superestructura jurídica de un Estado nacional poderoso que dejó atrás las guerras regionales abiertas por la emancipación. Tal fue el éxito de este ensamble económico, social y político que hacia sus postrimerías generó la ilusión de un desarrollo indefinido en línea con el optimismo positivista del siglo XIX. Sin embargo, sus límites ya eran perceptibles desde la primera posguerra.
Procedieron, en primer lugar, de la propia naturaleza. En algún momento de los años 20, se llegó a la pampa seca, con lo que luego de cuatro décadas de vertiginosa expansión ya no habría más tierras que incorporar a la producción agropecuaria. A la geografía se le sumó la reducción de la demanda internacional, jaqueada por las catástrofes de las guerras mundiales y la crisis económica en medio de ambas. Esa coyuntura impidió ver el trasfondo no circunstancial, sino profundo del agotamiento de ese primer ciclo.
El segundo ciclo aprovechó al máximo los saldos del precedente mediante la sustitución de importaciones que nuestros menguados saldos exportables nos impedían adquirir. El proteccionismo natural de la depresión de los años 30 y de la Segunda Guerra Mundial permitió, en medio de un mercado internacional deshecho por autarquismos y bilateralismos, un desarrollo industrial pujante sobre la base de un consumo interno potenciado por la prosperidad de las clases medias heredadas de la etapa anterior.
Más allá de las cambiantes coyunturas mundiales y de sus sucesivas etapas, esta dinámica abarcó un período más o menos similar al del primero: aproximadamente 40 años. Sus límites ya estaban implícitos desde sus comienzos: nuestra débil demografía les ponía un cepo a sus escalas productivas. El Estado empresario y empleador en permanente expansión hizo su aporte fiscal y arancelario aunque sin contrapartidas respecto de aquellos a los que favorecía. Luego de una nueva fase de inversiones manufactureras complejas durante los primeros años 60 se intentó continuar con el impulso, pero se terminó encallando al compás del agotamiento de sus fuentes de financiamiento. Los saldos estaban a la vista durante la década siguiente: a su endeudamiento externo exorbitante se le yuxtapuso el interno, plasmado en una inflación que saltó del promedio del 30% anual desde la segunda posguerra al 100% entre el Rodrigazo, de 1975, y el lanzamiento de la convertibilidad, en 1991.
La última década del siglo XX fue el punto de partida del tercer ciclo. Ni las tierras ni el mercado interno podían sostener ya per se nuestra expansión. El agro, que venía recuperándose desde hacía treinta años, necesitaba de inversiones cuantitativamente indiscernibles que las del resto de la economía. El consumo, por su parte, solo podría ampliarse mediante eventuales procesos de integración internacionales y de una productividad ajustada a los requerimientos de una revolución tecnológica a escala planetaria. El principal disparador fueron las privatizaciones de los servicios públicos estatizados durante la segunda posguerra como réplica de la descapitalización abierta por la gran depresión, pero que la gestión estatal profundizó durante las décadas siguientes.
El crecimiento fue impetuoso. Luego de una primera etapa de reorganización interrumpida por la breve crisis de 1995, se plasmó en un renacimiento de nuestras exportaciones primarias e industriales en el marco del Mercosur y de nuevas economías emergentes más generosas respecto de nuestra oferta que el Viejo Mundo europeo desde los 30. Pero el nuevo ciclo requería de una macroeconomía consistente con la globalización. Su aprendizaje resultó ser tan tortuoso como el del primer ciclo hacia 1890. Así lo evoco el estallido de la convertibilidad en 2001. A la inmadurez de nuestro crecimiento se le sumaron las debilidades del sistema político y los saldos de la exclusión social larvada durante las tres décadas anteriores.
No bien una nueva política cambiaria destrabó hacia 2002 la rigidez del régimen convertible, el alza sorprendente de los valores de nuestra nueva exportación estrella permitió seguir desplegando el saldo modernizador de la década anterior. Hasta mediados de los 2000 parecía que estábamos aprendiendo por fin a administrar la macroeconomía de la nueva dinámica. Así lo probaban un tipo de cambio competitivo, el superávit comercial y fiscal, y una inflación contenida por una novedosa ingeniería financiera. Había un telón de fondo más auspicioso que más allá de las coyunturas se extendía sin solución de continuidad desde hacía diez años: el incremento incesante de nuestro nuevo influjo exportador.
Pero por diversas razones, esa reactivación no fue acompañada por la prosecución de la capitalización. Las inversiones continuaron en algunos sectores, se estancaron en otros y retrocedieron en áreas estratégicas cruciales como la producción energética. Hacia principios de la década de 2010 el ciclo se detuvo; aunque, como en 1930 y 1975, se trató nuevamente de un estancamiento estructural.
Desde entonces el país aguarda un nuevo ciclo. Sus indicios asoman aún tenues e incipientes. Todo conduce a pensar que el despegue esta vez será lento y estará fundado en un rompecabezas de pequeños y medianos fragmentos productivos y regionales especializados y conectados al mercado mundial, aunque integrados localmente merced a un nuevo impulso en la infraestructura indiscernible de aquel aportado por los trenes entre fines del siglo XIX y el Centenario. Vaca Muerta constituye una pieza valiosísima de ese tablero, pero no una nueva panacea. Ya no hay ni recursos naturales de fácil extracción, ni un denso mercado interno de clases medias homogéneas al que abastecer, ni empresas públicas que vender, ni precios exorbitantes de ninguna commodity.
En este contexto, ya no cabe esperar "más héroes ni más milagros". Ni las simplificaciones de "modelos" inspirados por seres providenciales y regeneradores. Más bien las grises rutinas de una burocracia seria, moderna y calificada; y de empresarios que reorienten su voracidad desde el gasto público hacia la competitividad global. Solo posible, a su vez, merced a una institucionalidad virtuosa en procesar los conflictos y una modernización educativa que nos saque del actual estado de postración. Un desafío, si se quiere, solo comparable con el de nuestro punto de partida durante la larga organización nacional. Y de saldos solo tangibles en no menos de quince años.
Miembro del Club Político Argentino