Un dilema para el presidente electo
Ya lo decía el gran filósofo español José Ortega y Gasset: "Soy yo y mis circunstancias". En las semanas que van desde la consagración en las urnas de Alberto Fernández como nuevo presidente de los argentinos hasta su efectiva asunción al poder exactamente dentro de un mes se empieza a configurar la impronta de lo que podría llegar a ser su inminente gestión al mando del país. Como el naciente astro solar de una nueva galaxia a cuyo alrededor orbitan los demás planetas buscando su luz pero sin quemarse, el temperamento del presidente electo se expone a la vorágine que ya viene envolviendo su vida.
De los humores de Fernández y de cómo pueda dominar ciertos ásperos arranques, como cabeza de un sistema verticalista tal como lo es el presidencialismo argentino, dependerá el tono del tiempo por venir: si será firme, pero integrador de las diversidades ideológicas que las urnas mostraron y, por lo tanto, más amoroso y comprensivo de las mismas o si prefiere replegarse en un discurso más sectario y rígido que solo conforme al núcleo duro de su electorado y de sus socios en el Frente de Todos. Si acaso se diera solo esta última alternativa habrá que ver cómo reacciona el 40% que votó a favor de la reelección del actual presidente y que a partir de la serie de actos que Macri llevó adelante por distintos puntos del país ha empezado a adquirir una gimnasia callejera que va mucho más allá de los esporádicos cacerolazos. Viene un tiempo en el que las dos minorías más grandes -la del 48% y la del 40%- tendrán que aprender a relacionarse y tratarse mejor si no quieren terminar reflejadas en el espejo de Chile. Al flamante oficialismo le tocará dar el ejemplo, pero la nueva oposición también tendrá que ponerse a la altura de las circunstancias.
El presidente electo deberá optimizar su llegada a distintas audiencias sin traicionar su esencia, pero también sin lastimar a unas para favorecer a otras, un arte que no le es ajeno. Como armador político y lobista del poder desde hace tanto tiempo tiene la suficiente experiencia, plasticidad y temple para lograrlo. Falta saber si tiene la voluntad de hacerlo.
Solo para poner un ejemplo bastará recordar cómo con pocas horas de diferencia en un mismo día, el viernes 1º, acarició oídos rancios con su ofensiva desopilante, banal y con olor a naftalina hacia entrañables personajes de dibujos animados norteamericanos amados a nivel planetario, y un rato después mantenía una cordial conferencia telefónica con el presidente Donald Trump.
Es el enorme desafío del tiempo histórico en que le tocará gobernar: un mundo multipolar hiperconectado que amenaza con saltarle la térmica en cualquier momento, conformado por sociedades empoderadas y con una paciencia cada vez más limitada hacia excesos e inoperancias de las castas políticas dirigentes. Por eso deberá procurar ser más pragmático que dogmático.
Tiene dos antecesores en los que puede inspirarse: uno, el propio fundador de su partido, Juan Domingo Perón, en su última y breve presidencia, cuando declaró laborable el 17 de octubre y modificó el apotegma partidario "Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista" por el más integrador "Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino". Ese Perón, que buscaba la unidad nacional, se abrazaba con el líder radical Ricardo Balbín, a quien había mandado a encarcelar en los años 50, y que hasta hubiese querido como candidato a vicepresidente, en vez de a su esposa, Isabel Martínez, que terminó reemplazándolo a su muerte en un tobogán de violencia e inflación que desembocó en el cruento golpe militar de 1976.
El otro estadista que debería inspirarlo aún más es Raúl Alfonsín, bajo cuya administración Fernández dio sus primeros pasos en la función pública. Al menos lo estuvo invocando en algunas tribunas hace algunos días. Ojalá no haya sido en vano. Aunque luego tuvo una semana en la que estuvo más volcado a contentar a sus clientes internos más radicalizados durante su visita a México y anteayer a la CGT, donde reivindicó, entre otros dirigentes gremiales históricos, a Saúl Ubaldini, autor de nada menos que trece paros contra Alfonsín.
Aquel 10 de diciembre de 1983 cuando asumió el poder el presidente radical tuvo un sabor muy especial porque dejaba atrás una dictadura militar que -no lo sabíamos entonces-, afortunadamente, sería la última. Por lo tanto, un doble hito digno de ser recordado por los libros de historia. Este 10 de diciembre, que llegará dentro de un mes, también podría significar otro doble suceso que beneficiará al sistema: por un lado, romper el maleficio que no lograron evitar Yrigoyen, Frondizi, Illia, Alfonsín y De la Rúa al no poder completar sus mandatos. Macri tiene la línea de llegada a la vista. Pero hay algo más: si Fernández quiere realmente honrar a Alfonsín, la conformación del nuevo Congreso le dará una excelente oportunidad de demostrar cuán cerca del padre de la democracia se ubica, si alienta un diálogo sin asperezas, o cuán lejos, si prefiere agitar discordias y agrietadas chicanas. Hay una tarea más para Fernández si quiere lucirse realmente a lo grande: republicanizar al peronismo.
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