Cómo imaginar un ombú
Por momentos parece imposible determinar qué nos liga más allá de la ritual concurrencia a las urnas y la inevitable vida como comunidad. Dejemos de lado las pasiones políticas y los lugares trillados: los aspavientos del fútbol, el asado, el mate, las músicas vernáculas. En plan minimalista, podría pensarse que lo que sin saberlo nos une no es más que un puñado de representaciones elementales. Como modelo de esas representaciones podría proponerse el ombú. Solo alguien nacido en este suelo (o cualquier persona del mundo que haya querido habitarlo) puede figurarse de inmediato ese árbol (en realidad una extraña planta arborescente) al que seguramente imaginará, solitario, sobre el vértigo horizontal de la pampa.
Si el ejemplo peca de rioplatense hay otros posibles: el término cordillera define una extensa cadena montañosa genérica, pero para nosotros significa, sin necesidad de aclaraciones, la de los Andes; de manera similar, las cataratas son Las Cataratas y la resonancia de la palabra Puna puede hacerle perder el aliento a los que no viven en ella, incluso si no la visitaron nunca. Para decirlo rápido: los paisajes y lo que los componen son las formas platónicas por excelencia de la gran caverna argentina. Esas representaciones también nos ligan.
Hay una notable muestra del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires que ayuda a justificar en parte esa idea. Se llama "Una historia de la imaginación en la Argentina" y tiene como nota deliberadamente controvertida la de ir a contramano de lo que dicta la moda, reacia a cualquier sospecha de tradición. La muestra finaliza hoy, pero los que no lleguen a acercarse pueden tratar de conseguir el imperdible libro que la acompaña. Como explica Javier Villa, el curador, en el prólogo al volumen, el punto de partida fueron las ideas de Johann Winckelmann (que hace dos siglos consideraba que la producción artística estaba ligada a su lugar de origen, a lo geográfico y lo climatológico) y de Aby Warburg (el historiador del arte que ya en el siglo XX encontraba patrones transhistóricos en las obras). "¿Qué pasaría -se pregunta Villa- si nos volviésemos más conservadores y hablásemos de tradición o identidad nacional? Por lo pronto, podríamos intentarlo ya que desde el sur no corremos el peligro de volvernos fascistas por el solo hecho de hablar nosotros mismos".
La tradición o la identidad no refiere en este caso a escuelas o artistas, sino a temas: esa es su originalidad. Lo decisivo es qué se representa. En las doscientas cincuenta obras que van de finales del siglo XVIII, cuando todavía campeaba el virreinato, hasta la actualidad, en que fermentan las estéticas más personales y diversas, se repiten la llanura, el litoral y el altiplano (solo se extraña la Patagonia), y también algunos traumas de origen que repercuten de manera política en el arte a lo largo del tiempo, como los mataderos, las cautivas, las formas que cobra la violencia.
Cada espectador sabrá qué elegir: en mi caso, los paisajes pampeanos clásicos (hay de Martín Malharro, Eduardo Sívori y otros), el delta (como Colectiva y peces bajo el agua, de Fermín Eguía), la lana, barro, cerdas y papel con que Martha Forté da su versión volumétrica de la cordillera, o esa costa del río Paraná moteada por helechos que Juan Pablo Renzi pintó en 1976 como si fuera -basta pensar en la fecha- una naturaleza muerta.
Hay también, claro está, lo que vine a buscar: un rincón con ombúes, aunque ninguno se parece al ombú arquetípico que surge cuando cierro los ojos. Son ocho pinturas (de Prilidiano Pueyrredón a Roberto Aizenberg y Fernanda Laguna), dispuestas a la par, como en los atlas visuales de Warburg. El que domina el conjunto es Inundación con árbol, nido y cuadro, de Marcelo Pombo (2006), tenebroso y luminoso a la vez, pero el más inesperado de todos resulta ser el más modesto: Ombúes en Las Crujías (1903). Fue pintado por Eugenia Belín Sarmiento, la nieta del autor de Facundo. Lo llamativo es su aparente contradicción: no hay ningún ombú solitario, sino dos, tan apretados entre sí que se dirían siameses.
En la formidable antología de fragmentos literarios incluidos en el libro de la muestra figuran unas líneas de Allá lejos y hace tiempo. "La casa en que nací, en la pampa sudamericana -cuenta el británico William Henry Hudson, natural de Quilmes-, era llamada Los veinticinco ombúes porque había allí exactamente veinticinco de esos árboles indígenas de tamaño gigantesco y que estaban plantados bien separados en una hilera de alrededor de cuatrocientos metros de largo".
Digamos que es otra enseñanza democrática del arte en general y de esta muestra: el ombú no anda siempre solo y, aunque todos tengamos una idea de él in mente, cada cual puede representarlos con libertad, a su manera.