Cómo ordenar una biblioteca, según Roberto Calasso
¿Cómo recordar a Roberto Calasso en pocas palabras? Quizá convenga insistir en que fue el último –sino el primero– de su especie. Para confirmar esto basta con leer el sencillo opus del italiano que acaba de llegar a estas costas: Cómo ordenar una biblioteca (Anagrama). El volumen, breve, reúne cuatro artículos que orbitan alrededor de los libros, las revistas culturales, la crítica y las librerías. “Hoy el libro es algo que vive en los márgenes –casi como un reflejo– respecto de un magma en perpetuo cambio, que se manifiesta en las pantallas. El mero hecho de que se trate de pantallas y no de hojas es una diferencia gnoseológica, no solo funcional”, anota Calasso. Para el autor –que falleció en julio último– ese deslizamiento ya se refleja en mucha de la angustiante literatura de corto aliento que se produce hoy, en la que los escritores parecen congratularse de que se los considere simples “productores de contenidos”. Eso “presupone la obsolescencia de la forma; y donde no hay forma no hay literatura”, recuerda RC que, además de autor de ensayos de difícil clasificación, fue director de Adelphi, una editorial que más que publicar libros individuales creó un catálogo de obras comunicantes.
"Fuera de las facilidades instantáneas de nuestro tiempo, los libros siempre necesitarán alguien que salga a buscarlos"
Calasso no pierde, de todos modos, más tiempo del necesario en el pesimismo, sabedor de la tradición que encarna. Fuera de las facilidades instantáneas de nuestro tiempo, los libros siempre necesitarán alguien que salga a buscarlos. Y es ese alguien el que después, fatalmente, les dará un orden. No hay dos lectores iguales y, por propiedad transitiva, tampoco dos bibliotecas iguales. El lector puede tender a organizar por los autores alfabéticamente o por grupos temáticos, puede guiarse por capricho o alguna variante práctica, pero el mejor orden, según Calasso, a la larga será siempre plural. ¿O hay algo más estólido que el puro y duro orden de autores por letras, que puede dejar a Proust, supongamos, pegado a un libro sobre plantas raras? “La única regla aúrea –argumenta Calasso por experiencia– es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos”. Warburg, el erudito que había organizado la sala elíptica de su Biblioteca en Hamburgo (de la que se valió Ernst Cassirer para sus formas simbólicas) siguiendo insólitos criterios propios. “Un lugar psíquico”, cita Calasso, que aprendió la regla de los libros vecinos cuando escribía su tesis sobre Thomas Browne, pasando en Londres de la sala Panizzi del British Museum al Warburg Institut, donde uno podía tomar los volúmenes por sí mismo.
"Calasso está, por lo demás, en contra de los libros intactos. Si no se los subraya, los ejemplares deben mostrar al menos que han sido explorados"
A los acopiadores seriales, el italianos nos regala un merecido alivio. “Es esencial comprar libros que no vayan a ser leídos enseguida –dice–. Al cabo de uno o dos años, o acaso de cinco, diez, veinte, treinta, cuarenta años, llegará el momento en que se sentirá la necesidad de leer precisamente ese libro”. Hay una razón adicional para hacerse de un título a futuro: con el tiempo se puede volver difícil de encontrar o incluso costar demasiado por su rareza.
Calasso está, por lo demás, en contra de los libros intactos. Si no se los subraya, los ejemplares deben mostrar al menos que han sido explorados. Entre otros, reivindica la “caligrafía de insecto” con que Borges marcaba las guardas (no las páginas impresas), síntesis casi crípticas que revelan tanto o más del inscribidor que del autor leído.
Por supuesto, los libros, unidos, funcionan como un organismo. Calasso lo ejemplifica con un conocido suyo, el editor holandés Koen van Gulik, que heredó a la muerte del padre su biblioteca. La idea elemental de fundirla con la suya no resultó. “Los libros provenientes de una biblioteca seguían imantados por los libros de la misma biblioteca. Se resistían a reunirse con los otros. La cercanía forzada podía provocar estridencias, dejar ver incompatibilidades de gusto. Era como si las dos bibliotecas reunidas se volvieran algo parecido a una biblioteca pública o una librería. Perdían su carácter de involuntaria confesión”. Esa sedimentación geológica personal es lo que la meteórica virtualidad de hoy, claro está, tiende a perder. Y lo que, entre otras cosas, vuelve misteriosamente resistente al libro físico.