Condenar el fracaso marxista sin aceptar el desenfreno capitalista
Mientras duró, la URSS fue el contrapeso perverso de los excesos mercantilistas
En 1979, en un artículo publicado en el primer número de la revista Controversia, que junto con Juan Carlos Portantiero, Héctor Schmucler, Emilio de Ípola y otros exiliados editaba en el destierro mexicano, José Aricó escribió que "es difícil sostener que la fenomenología concreta de las sociedades posrevolucionarias, con sus acentuados rasgos autoritarios y burocráticos, no cuestione directamente el pensamiento marxista". Y, a continuación, afirmaba que "sin instituciones democráticas el capitalismo de Estado no era la antesala del socialismo, sino el fundamento de una inédita y monstruosa dictadura sobre las masas".
Lo que Aricó indicaba -con la infrecuente combinación de rigor intelectual y moral que le era propia- era algo que el pensamiento de izquierda se había negado a registrar: que el régimen que había resultado de la experiencia revolucionaria iniciada en octubre de 1917 no era una distorsión de un proyecto que todavía podía cumplirse acabadamente si no se hubieran tergiversado sus fundamentos. Eran, por el contrario, esos mismos fundamentos de la Revolución de Octubre los que condujeron a la instalación de regímenes radicalmente opuestos al espíritu emancipador que quiso atribuirles el siglo XX.
La Unión Soviética era el paradigma de aquellas sociedades posrevolucionarias; lo era no sólo por haber estado en el origen de todos los procesos que condujeron a lo que entonces se llamaba "socialismo realmente existente" ni por la influencia debida a su poder, sino porque allí se había puesto en escena con el mayor dramatismo la tragedia de una idea que atravesó las pasiones de un siglo. Todas las variedades de la ingeniería social y política que el comunismo pudo imaginar fueron desplegadas a partir de 1918, cuando se anunció oficialmente el inicio del Terror Rojo, y continuaron con la colectivización de 1928-1933, la Gran Purga de los años 1937 y 1938, el traslado de pueblos enteros y la limpieza étnica de diversos grupos (griegos, polacos, tártaros, chechenos, calmucos, entre otros) después de la Segunda Guerra Mundial. A esos grandes hitos de la represión y del diseño social soviético hay que añadir las consecuencias de la hambruna de 1932-1933, resultado en buena medida de las decisiones gubernamentales, el Gulag y la represión cotidiana -espionaje, persecución, delaciones, acceso y exclusión de posiciones laborales y de beneficios- con que el régimen organizaba el control total.
Se intentó de muchos modos comprender el atractivo que durante largo tiempo un sistema semejante provocó en no pocos intelectuales de Occidente, muchos de los cuales mantuvieron su apoyo hasta bastante después de la Segunda Guerra Mundial. Y si resulta claro que el temor del fascismo y del nacionalsocialismo funcionaron como argumento, "la necesidad de creer" -para usar las palabras de Michel de Certeau- fue por lo menos tan poderosa como las razones especulativas a la hora de renovar el entusiasmo por un sistema que ya había dado sobradas pruebas de crueldad. Pero, posiblemente, la razón más poderosa, la que durante más tiempo llevó a más personas a soslayar la evidencia del carácter perverso del sistema soviético, haya que buscarla en la angustia de un siglo empeñado en encontrar alternativas éticas y políticas a un capitalismo al que aun liberales como Max Weber vieron como causa de una creciente opresión y al que identificaban como un riesgo para la libertad, la justicia y el pleno desarrollo de los individuos.
Portadora, en sus inicios, de una promesa de emancipación que lo era más para ciertas elites que para las masas a las que decía representar y heredera de la fe en la historia propia del siglo XIX que moldeó su ideología más que del siglo XX que la vio convertirla en realidad, la Revolución de Octubre no tardó en ser también el Otro de un Occidente que se veía allí reflejado para algunos con esperanza y para otros con horror. Un Otro no tan distante como el exótico Oriente, sino suficientemente próximo y semejante como para poder confundirse con uno mismo, casi una metonimia política, aquello en lo cual podría convertirse Occidente con un leve desplazamiento, un sutil empujón con un impulso revolucionario.
Después de la Segunda Guerra Mundial, y durante la Guerra Fría que se prolongó casi medio siglo, desde 1947 hasta 1990, el mundo soviético fue en el Occidente capitalista la vara con la cual medir los logros de eso que se llamaba entonces "modelos" y que, en tanto tales, no sólo eran objeto de escrutinio económico, sino también moral. Porque si el régimen soviético fue el sitio de la opresión de millones de víctimas del totalitarismo, fue también la razón de la autocontención de un capitalismo obligado a levantar un velo sobre sus pasiones más bajas y destructivas, un capitalismo que se vio así forzado a moderar la vehemencia de sus intenciones para alejar el fantasma de la revolución. El capitalismo, cuyo mantra es la competencia, se vio impulsado por única vez en su historia ya no a crear espacios internos de competencia para sus propios actores, sino a competir con un modelo alternativo de organización de la economía, de la política y de la sociedad. La existencia del mundo soviético obligó al capitalismo a probar que no sólo podía ser económicamente más eficiente y tecnológicamente más avanzado, sino sobre todo socialmente más justo. El colapso del comunismo levantó esa barrera de pudor y permitió expurgar al discurso de la economía política del capitalismo de toda idea de justicia. Aunque ésa no es la única explicación, no es posible dejar de observar el modo en que en las sociedades prósperas de Occidente las desigualdades han ido en aumento en los últimos treinta años, llegando, hoy, a niveles semejantes a los de principios del siglo pasado. La mirada del otro funciona, siempre, a favor de la mesura, de la responsabilidad, del cuidado, y el capitalismo carece, desde hace ya mucho, de una mirada que convoque al pudor, a la voluntad de autocontrol.
Naturalmente, sería absurdo invocar la nostalgia del comunismo con la ilusión de que el mundo capitalista recupere cierta capacidad de cuidado -de las personas, de las comunidades, del ambiente- que parece haber perdido desde aquel colapso: nunca debería olvidarse la advertencia de Aricó acerca de que es el mismo pensamiento marxista el que debe ser cuestionado a la luz de los regímenes políticos que produjo. Pero repudiar el experimento comunista que tuvo su origen en la Revolución de Octubre no implica resignarse a que el capitalismo siga un curso desenfrenado e impúdico. "Hace menos de cien años -escribió Axel Honneth- el socialismo era un movimiento tan poderoso dentro de la sociedad moderna que casi no existían teóricos sociales que no creyeran necesario dedicarle tratados extensos. [?] Esto ha cambiado fundamentalmente hoy. Parece aceptarse que el socialismo ya superó su expectativa de vida. Tengo la convicción de que esta inversión ha ocurrido demasiado rápido y por lo tanto no puede ser toda la verdad. En el socialismo -dijo- aún existe una chispa de vida." Como muchos otros pensadores, Honneth cree que es posible volver a pensar caminos alternativos que, cuando menos, obliguen al capitalismo a reconducir sus prácticas tomando en cuenta lo humano de la humanidad y lo sensible de un planeta que está siendo destruido. "Aquello a lo que debe apuntar la mirada de un socialismo revisado -continúa Honneth- es a una forma de vida social en la que la libertad individual prospere no a expensas de la solidaridad, sino con la ayuda de ella", un socialismo que, sin rendir ningún homenaje a los crímenes de la Unión Soviética, pueda una vez más convertirse en un poderoso discurso cargado de futuro.
Ensayista y editor, y profesor en la Universidad de Buenos Aires