Consecuencias no intencionales
Algunos los denominan imprevistos, pero por lo general son el resultado de alguna falla humana u organizacional. Inevitables en política, suelen convertirse en serios dolores de cabeza y hasta en crisis de gobernabilidad si escalan y no se advierten a tiempo los efectos negativos que pueden implicar, tanto en términos materiales como reputacionales. Lo cierto es que la agenda de los gobiernos está plagada de situaciones inesperadas cuyos costos y consecuencias superan largamente los cálculos iniciales. Inevitable la referencia al concepto de “cisne negro” del gran filósofo y matemático libanés Nassim Taleb: acontecimientos altamente improbables que impactan de forma determinante generando efectos sumamente significativos y de larga duración. El ataque a las Torres Gemelas o los atentados de Atocha son dos ejemplos característicos.
Otro caso paradigmático es el Brexit. No solamente terminó con la carrera política de David Cameron, sino que sumió al Reino Unido y a la Unión Europea en sendas crisis muy profundas y con un final aún incierto. En efecto, es tan endeble el equilibrio interno que Teresa May tiene un margen ínfimo de maniobra para administrar su divorcio con Bruselas. La reciente crisis irlandesa es una clara muestra de cuán frágil es su gobierno. Y para peor, es ahora el (supuestamente) principal aliado histórico británico el que dispara súbitos ataques por las redes sociales: la semana pasada Donald Trump retuiteó videos anti musulmanes del grupo de ultraderecha Britain First (Gran Bretaña Primero), recibiendo la condena generalizada en ese país, incluyendo a la propia primer ministro conservadora. Cruje entonces la histórica “relación especial” entre ambos países: está siendo sometida a un test de resiliencia que nadie se animó nunca a imaginar.
Hablando de Trump, su giro proteccionista ha alterado la postura pro libre comercio que por muchas décadas fue uno de los ejes estratégicos de la diplomacia norteamericana, independientemente de que se tratase de administraciones demócratas o republicanas. Esto ya tuvo una víctima clara, el TPP (el Tratado del Trans Pacífico), y está virtualmente a punto de tener otra, el NAFTA, el acuerdo de libre comercio con México y Canadá. Algunos pensaban que dicho tratado podría temblar como consecuencia de las amenazas populistas de un Andrés Manuel López Obrador, quien aún encabeza las preferencias para las próximas elecciones presidenciales. O que el joven progresista Justin Trudeau pudiera constituir algún tipo de amenaza. Casi nadie imaginó que el fin del NAFTA, al menos como lo conocemos hasta ahora, fuera fruto del empecinamiento de este extravagante y problemático presidente norteamericano. A propósito, la comunidad internacional está ahora conmocionada por el anuncio de que Estados Unidos mudará su representación diplomática en Israel nada menos que a Jerusalem. Se trata de una promesa de campaña interpretada en su momento como una provocación -que pocos pensaron que se fuera a concretar- justamente para evitar las reacciones que en efecto ha generado.
Lidiar con esta clase de acontecimientos nunca es fácil, pues por definición son inesperados y encuentran a los gobernantes no sólo sin respuestas, sino incluso con la guardia baja. La correspondiente improvisación, los errores no forzados y algunos gafes inexplicables suelen complicar aún más situaciones de crisis. Ahora bien, para eso sirven los comités ad hoc, para manejar estas coyunturas tan complicadas y permitirle a la opinión pública acceder, a pesar de la sorpresa y de la incertidumbre, a información chequeada y mínimamente confiable. Estas técnicas de “manejo de crisis” no siempre sirven para aliviar los problemas, pero al menos pueden evitar que se agiganten.
En nuestro país, el caso Maldonado y en general la cuestión del RAM, la tragedia del ARA San Juan e incluso el derrotero de las denuncias e investigaciones que involucran a Milagro Sala han tenido fuerte impacto en el exterior e influido en la imagen que el país viene forjando. Es, sin duda, muy diferente a la que tenía hasta hace dos años, cuando Argentina era vista por el mundo civilizado como la próxima Venezuela. Pero estamos aún muy lejos de despejar las naturales dudas que emanan de una trayectoria secularmente errática. Tantas frustraciones acumuladas, tantos ciclos de ilusión y desencanto (título de un gran libro de Pablo Gerchunoff y Lucas Llach próximo a reeditarse) han generado un cierto escepticismo, incluso en quienes reconocen los enormes cambios que se vienen dando últimamente. “¿Por qué esta vez será diferente?”, me preguntó estos días un agudo observador de la realidad latinoamericana. Le pedí un par de semanas para pensarlo.