Contar una historia de amor
Además de los recuerdos, las fotografías, los comentarios de amigos y familiares, las historias de amor que me cuento a mí mismo están hechas de imaginación. En los sueños, por ejemplo, el ser querido regresa de tal o cual modo, pronuncia alguna palabra o hace un gesto que luego, durante las horas del día, voy a volver leer más que interpretar.
En esas historias vividas y que por algún motivo ordinario o drástico terminaron, a la hora de recordar lo más difícil era determinar el inicio, el chispazo que había dado paso al romance. No me pasaba lo mismo con los momentos previos al encuentro. En una de esas historias de amor, tenía veinte años y había ido al Parque Rivadavia a comprar una biografía de Jean-Paul Sartre. Era un libro enorme, con un cuadernillo de fotografías; en varias páginas e imágenes se contaba la historia de amor entre el filósofo y Simone de Beauvoir. En otra historia, más reciente, el marco parecía poco propicio para el amor cortés: la selección argentina de fútbol jugaba las semifinales de un mundial contra un equipo europeo. La cita había sido fijada en un bar de San Telmo, provisto no con uno sino con tres televisores.
“Nos contamos la historia de amor de manera fragmentada, porque el deseo o la pasión va haciendo recortes en los cuerpos amados, recortes en la memoria, sugiriendo huellas que cobran un placer, o una opacidad convocante o un resplandor peculiar en el suceder de los días –dice Vanesa Guerra, narradora y psicoanalista-. Ese modo de contar pone en juego el presente para no abrumarse en la totalidad del aquí y el ahora, y se abre al futuro como una posibilidad deseante.” Según la autora de La sombra del animal, contar el amor es siempre errático. “Cada vez que se quiere apresar la historia, se le encuentra una nueva partida y acaso una nueva llegada, porque la memoria no sólo es múltiple, sino que además va recreándose en el movimiento de cada despliegue. El amor vivo no es un relato pleno, siempre queda algo inasible que admite zonas de misterio; por eso puede contarse de infinitas formas hasta que se apaga.”
¿Y qué sucede cuando el amor se apaga o se retira? Responde Guerra: “Cuando el amor perdió su potencia para interrogarnos, el relato se vuelve un lugar común, una respuesta que sella pues ha perdido poros y texturas. Algo parecido a un estribillo”.
Las historias de amor son, entonces, incluso cuando el amor ya pasó, narraciones. Pueden ser repetitivas y angustiantes o contener un secreto; comenzar de manera idílica para concluir de modo siniestro (Perdida, el libro de Gillian Flynn y también la película de David Fincher retratan esa deriva). A veces, como en un cuento de hadas, la historia de amor recién despega después de una serie de pruebas. Por fortuna, pese a las precauciones de la literatura universal (o quizás incluso a causa de ella), nos seguimos enamorando.
“Amar es una travesía singular –dice Pablo Melicchio-. No existe el manual del buen amor. El amor, como la vida, es un laberinto singular cuya puerta de ingreso lleva inscripta la pregunta ‘¿Has sido amado?’ (en principio por los padres) y que, a medida que nos adentramos, avanza por los serpenteantes caminos del poder amar.” Según el autor de La mujer pájaro y una modesta eternidad, amar tal vez sea deshacernos del narcisismo. No parece una tarea fácil en los tiempos que corren, pero ¿cuándo fueron fáciles los tiempos?
“Si me amo sólo a mí, no puedo amar a nadie más –agrega Melicchio que es, como Guerra, psicoanalista-. Cuando amamos, entregamos nuestra falta, con la ilusión (sí, el amor tiene mucho de magia) de que el otro nos complete y de este modo hallar ‘la media naranja’, frase tan trillada como peligrosa porque, buscando la media naranja no saldremos del laberinto de nosotros mismos. Cuando amo, acepto las diferencias, incorporo la novedad que trae ese amor. Nada completa, y es mejor así.” Al final del laberinto amoroso que imagina el escritor, espera otra pregunta fundamental: “¿He amado?” La clave de las historias de amor que nos contamos se encuentra allí.