Cristina no es populista ni Manuelita, tortuga
No vamos a empezar dando vueltas. Dejemos la intriga para Stephen King, que ya superamos la página 215 de El visitante y el tipo que creíamos el principal sospechoso de homicidio parece que es más bueno que Lassie, paseando con Blancanieves por el bosque de Heidi. Vamos a los papeles. Al papel, precisamente: a la pagina 11 de la sección Política del miércoles pasado. En una entrevista, Alberto Fernández dice que Cristina Kirchner nunca fue populista. Nunca. Jamás.
Y vamos a explicar por qué. Según gente que conoce el paño de la historia política, que se ha quemado las pestañas estudiando este tipo de fenómenos, hay varias características para tener en cuenta:
Populismo es ver el mundo dividido. No en hemisferio norte y hemisferio sur. Tampoco en Oriente y Occidente, sino en amigos y enemigos. En "nosotros y ellos".
Populista es el que exalta a un líder único. Para serlo, debe contar con carisma, una verba fluida y colorida, y ser bastante pagado de sí mismo, aunque para el afuera se presente como el ser más desprendido de todos, que llegó para salvarnos. Debe pelear por el pueblo, para lo cual es lógico que intente eternizarse en el poder. Si no, ¿qué va a ser del pueblo? Dios no permita que se apliquen las reglas de la democracia y se active la "alternancia", palabra destituyente si las hay.
El populista, decía Enrique Krauze, en una nota de 2005, "no solo usa la palabra, se apodera de ella. Se siente intérprete supremo de la verdad general y, también, la agencia de noticias del pueblo". Ciertamente, al populista le fastidian soberanamente los medios hegemónicos (o sea, los que el populismo no puede dominar), el intercambio de opiniones, los debates abiertos y las conferencias de prensa en las que los periodistas suelen preguntar. ¿Y repreguntar? Ese verbo no existe en el diccionario del demagogo.
Sigue Krauze: "El populismo fabrica la verdad. Como Dios no se manifiesta todos los días y el pueblo no tiene una sola voz, el gobierno 'popular' la interpreta, eleva esa versión al rango de verdad oficial y sueña con decretar la verdad única". Vendría a ser algo parecido a dibujar para abajo los números de la pobreza para subir el ánimo general, al que hay que sostener con un Estado benefactor que recupera para el pueblo empresas privadas y, con la plata de las estatizaciones, entrega subsidios al consumo para que todos tengamos un acondicionador de aire, aunque no esté garantizada la provisión de energía eléctrica. Esto es posible porque el populismo centra todos sus esfuerzos en lo inmediato. ¿Que alguien va a tener que pagar la fiesta? No es un problema populista.
Que el populismo use de manera discrecional los fondos del Estado no está mal visto, obviamente por él. Como los bienes públicos son su patrimonio, el pueblo está habilitado a hacerlos añicos convirtiéndolos en proyectiles contra la policía y los legisladores cada vez que el Congreso debate una ley que no le gusta. Después de todo, senadores y diputados, en el esquema populista, no son representantes de nada, sino Chirolitas del Chasman de turno (para los millennials o, más aún, los centennials que puedan estar leyendo esta nota, Chasman fue un ventrílocuo famoso y Chirolita, su muñeco).
"El populista -dice Krauze- reparte directamente la riqueza, pero no gratis: focaliza su ayuda, la cobra en obediencia". Y les entrega algunos canutitos a testaferros para que el futuro no lo encuentre desvalido y andrajoso por haberle dado todo de sí a la masa. (Más información, en los ocho tomos del chofer Centeno, auspiciados por cuadernos Gloria.)
Que citemos a Krauze no implica no haber leído a otros como Ernesto Laclau, Guillermo O'Donnell, Félix Luna, Las veinte verdades peronistas y La razón de mi vida (no por edad, sino por curiosidad, valga aclararlo).
Se puede agregar que al populismo le gusta calentar el ánimo social, ama los nepotismos y revisiona la historia. Que cuanto más burocracia, mejor, y que los beneficios siempre son beneficiosos, aunque no se pueda explicar sus orígenes. Que para tener una balanza comercial positiva hay que obligar a las automotrices a exportar arroz y que para importar una chinche hay que hacer una Declaración Jurada Anticipada de Importación.
Y para concluir con esta somera descripción de rasgos populistas a la que nos ha llevado la revelación de Fernández respecto de Cristina, el populista apuesta al subsidio por sobre el esfuerzo, desprecia a la república, entrona al Ejecutivo por sobre el resto de los poderes del Estado, cree en conspiraciones, cancela el librepensamiento, niega los hechos, se asegura de mantener una clase baja sólida y extendida, y busca democratizar la Justicia porque la Justicia independiente es injusta. El líder populista ama las reformas constitucionales que puedan favorecer su permanencia y, si no pueden, agarra el peine y se deshace los rulos.
Querido Alberto: si Cristina no fue populista, María Elena Walsh no fue una maravillosa cantante y compositora. Ni la tetera era de porcelana, ni Manuelita vivía en Pehuajó, ni la cigarra canta al sol, ni todas las brujerías del brujito de Gulubú se curaron con la vacú, con la vacuna luna luna lu.
La única letra de María Elena que va a quedar en pie es la del "Reino del revés", en la que "un ladrón es vigilante y otro es juez".
La columna de Carlos M. Reymundo Roberts volverá a publicarse el 2 de febrero.