Cristina Vázquez y la tragedia anunciada
Cuando se estrenó, en 2019, era un documental llamado a preludiar el final feliz de una historia ominosa. Cuando se volvió a presentar, este sábado por canal Encuentro, fue el recordatorio de lo fugaz de aquel final feliz y lo trágico de un reciente, inmodificable, desenlace.
Me refiero a Fragmentos de una amiga desconocida, película de Magda Hernández Morales que aborda la historia de Cristina Vázquez, una mujer que nunca quiso ser célebre, pero lo fue por las peores razones.
Cristina Vázquez fue noticia la semana pasada, tras haber decidido quitarse la vida, en su casa de Posadas, a los 38 años. En diciembre de 2019 también había sido noticia, cuando se supo que la Corte Suprema había dictado su absolución tras más de una década de estar en la cárcel por un crimen que no cometió. Antes de conocerse este fallo, el documental de Hernández Morales reconstruía una historia que había comenzado en 2001, cuando Cristina tenía 19 años y fue el centro de una avalancha judicial e informativa que, por algún tiempo, la convirtió en otra persona, una que llevaba el singular nombre de "la reina del martillo".
En la película, Cristina rememora el momento en que un tribunal la declaró culpable del asesinato de una vecina y le impuso la pena de prisión perpetua. "No me daba cuenta de lo que estaba pasando –explica, frente a una cámara que oscila entre el pudor y la necesidad de hacerla hablar–. No fui capaz de defenderme". Y cómo se podría haber defendido una chica de familia humilde, que desde el primer momento clamó inocencia, que aseguró que, al momento de los hechos, se encontraba a 8 kilómetros de Posadas, con amigos que declararon lo mismo pero a los que nadie creyó, como tampoco le creyeron a ella. No hubo pruebas, solo palabra contra palabra. Los dichos de algún vecino contra los de una joven considerada "problemática". Y listo, caso cerrado, reclusión perpetua.
Hay una escena impactante en Fragmentos de una amiga desconocida. Una abogada de la Asociación Pensamiento Penal toma una copia del expediente que selló la vida de Cristina y va señalando, con un resaltador, datos que podrían haber inaugurado otras líneas de investigación pero no se siguieron, irregularidades, contradicciones, la sentencia en la que, de manera literal, se admite la inexistencia de pruebas. El recorrido no solo deja el sabor amargo de la injusticia; también el de la impunidad. La abogada de Pensamiento Penal insiste: no había rastros de Cristina en el lugar, no se encontraron objetos de la mujer asesinada en su casa, no tenía antecedentes penales. Apenas era una adolescente tildada de "rebelde", a la que se juzgó por una supuesta vida irregular. Y no por el hecho puntual que estaba sobre la mesa y que, evidentemente, quedó sin dilucidar.
¿Qué ocurre cuando un ensamble de prejuicios, burocracia e ineptitud destroza una vida? Algunos pueden volver a empezar; otros, no. En la película, Cristina muestra el pabellón de la cárcel donde duerme, abre un armarito, saca una libreta de caligrafía primorosa, unos libros. Cuenta que está terminando el Secundario, que le gustaría seguir estudiando. Ignoro cuántos de esos sueños seguían en pie cuando la Corte la absolvió. Pero algo ocurrió entre ese día y el jueves pasado, y es factible pensar que tuvo que ver con la escasez de posibilidades, el trauma, la orfandad de quien sale de la cárcel con las manos vacías.
Por estos días, en Netflix se exhibe Crímenes de familia, película de Sebastián Schindel. Es una ficción, pero está inspirada en casos reales. Aquí también aparece la indefensión de una mujer carente de recursos, expuesta a la sanción de una Justicia muy oronda en su papel de no escuchar al más débil. Como en la vida real, la reparación depende más de la tozudez e integridad de algunas individualidades que de lo aceitado de un sistema. Qué bueno sería invertir esa fórmula.