Cuando modificar leyes no es suficiente
Para el constitucionalista, cualquier esfuerzo legal por detener el avance de la violencia será infructuoso si el Estado se abstiene de proteger el bien común por encima de cualquier costo político
La creciente inseguridad que percibe la población y la inoperancia gubernamental frente a los sectores que la promueven nos aproximan al abismo del caos y a una convivencia social propia de la barbarie que tipifica a las sociedades culturalmente subdesarrolladas.
La seguridad es una garantía que debe ofrecer el Estado y que, sobre la base de la previsibilidad legal, protege a las personas de los actos ilegales o arbitrarios ejecutados por los individuos, grupos sociales y gobernantes, tornando posible el ejercicio de los derechos constitucionales en el marco de una convivencia social armónica, pacífica y progresista. Es una garantía prevista en todas las convenciones internacionales sobre derechos humanos del siglo XX y que había sido consagrada por la Constitución de 1853/60 como una reproducción de los antecedentes que, sobre la materia, habían sido formulados a partir del Reglamento de la Junta Conservadora de 1811.
Un sistema democrático, cuya meta es la libertad responsable y dignidad de las personas, se deteriora cuando los gobernantes se abstienen de afianzar la seguridad o cuando fomentan su violación. Esta conducta patológica acarrea el miedo y la incertidumbre. ¿Acaso no son consecuencia de ella los robos, homicidios, violaciones, secuestros y la violencia física, cuyo sugestivo incremento se operó en los últimos años? ¿No lo son también la proliferación de grupos piqueteros, los atentados que impunemente cometen en forma cotidiana desconociendo la libertad de transitar, el derecho de propiedad, la libertad de trabajo, el derecho a la integridad física de las personas y el debido resguardo de los bienes del Estado? ¿No acarrean inseguridad los acuerdos que el Gobierno y algunos sectores políticos concretan con quienes han desatado una ola de vandalismo, donde todo acto ilícito se transforma en lícito bajo el pretexto de una presunta reivindicación social, llegando al extremo de conformar una suerte de milicias urbanas?
La carga que tienen quienes asumen los cargos gubernamentales es prevenir esa barbarie lesiva para los derechos humanos. Y si la prevención fracasa por la ineptitud de aquéllos o el desenfreno de la brutalidad, corresponde acudir a la represión legal aplicada por los jueces.
Quizás, a ese propósito, respondieron las más de 11 leyes sancionadas en el curso del último año modificando más de 26 artículos del Código Penal. Se crearon nuevas figuras delictivas y se agravaron las penas por la comisión de los delitos de robo con armas de fuego, la tenencia y portación de armas de fuego, el abigeato, la violación de los deberes de funcionarios públicos, la adquisición o el uso de teléfonos celulares cuando se conoce su procedencia ilegítima, la violación y el estupro, la defraudación mediante el uso de tarjetas de crédito, el concurso de delitos; se incrementaron las condiciones para obtener los beneficios de la libertad condicional y se precisaron los actos interruptivos de la prescripción que estaban definidos genéricamente como secuelas de juicio.
Espasmos
La magnitud de las reformas -muchas veces generadas por las presiones sociales- y su carácter espasmódico llegaron al extremo de inducir al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos a crear una comisión para la elaboración de un proyecto de reforma y actualización total del Código Penal, a fin de adecuar los tipos penales a las nuevas modalidades delictivas.
Con lamentable frecuencia creemos que mediante la simple modificación de las leyes se resolverán nuestros problemas, como si fuera fruto de un hechizo. Pero, ¿para qué sirven las reformas legales si no se cumplen? La violación de la ley y la impunidad que la acompaña no hacen más que estimular la comisión de delitos, aumentar el número de delincuentes e incrementar el sentimiento de inseguridad en la población. Es que de nada valen los esfuerzos desplegados por los jueces, fiscales y fuerzas de seguridad si no están acompañados por una firme y concordante voluntad política de los órganos legislativo y ejecutivo del gobierno. Voluntad que no puede limitarse a la creación de nuevas leyes, ya que también tiene que crear las condiciones indispensables para que todas ellas produzcan sus efectos, brindar un sólido apoyo a quienes deben aplicarlas, incrementar o poner en marcha la prevención de toda actividad ilícita aunque ocasione un costo político agonal porque, por encima de ese costo, está el bien común de una sociedad que aspira a concretar el progreso espiritual y material que impone nuestra Ley Fundamental.
Afrontamos, probablemente, el momento dramático en que los gobernantes, así como los dirigentes políticos y sociales, deben renunciar a la comodidad de ser habitantes para asumir la responsabilidad de ciudadanos imponiendo el estricto cumplimiento de la ley, tal como corresponde en un estado de derecho, sin mengua de forjar las condiciones espirituales, sociales y económicas que permitan colmar las legítimas necesidades de todos los sectores de la sociedad. Pero siempre dentro del marco de la ley, el respeto de los derechos y la convivencia pacífica que conforman una auténtica democracia progresista y constitucional.