Cuando no queda nada
El cuarto de mi adolescencia simulaba ser otra galaxia, cómo no me di cuenta antes. Yo dormía sobre una cama blanca con un respaldo de princesa, sin gracia, escondida bajo un acolchado azul repleto de estrellas doradas y junto a dos almohadones que tenían en el centro una luna y un sol unidos, pegados. Como si eso fuese posible. En mi cuarto lo era. Además, tenía dos paredes empapeladas de blanco y las restantes dos también eran azules, también tenían estrellas. Por último, pero creo que fue lo primero, mi cuarto tenía un montón de estrellas pegadas en el techo, unos stickers delicados y fluorescentes que me habían traído de Estados Unidos y que de día se cargaban con la luz para por las noches, cuando el resto se apagaba, brillar entre la penumbra que se montaba a mi alrededor.
Cada noche, cuando me obligaban a irme a dormir porque correspondía, cuando me enojaba porque nadie me entendía y daba un portazo para encerrarme a mí misma, me echaba sobre la cama y me metía en ese mundo y hacía algo que hoy me da mucha vergüenza admitir: pedía. A las estrellas que iluminaban en el techo, en verdad a una en particular que había elegido solo porque me quedaba cómoda, estaba justo encima de mi cabeza. A mis catorce años yo ya era una pequeña hipócrita. Hacía un tiempo había tomado una de las primeras decisiones que me permitieron, no ir a catequesis, no creer en la religión, y sin embargo usaba mi cuarto de templo. Esa estrella era mi Jesús manchado con sangre en la cruz. Qué simple hice todo. Inventé una fe y antes de dormir pedía por eso que quería. Vivir en mi galaxia era como soplar las velitas de la torta de cumpleaños cada noche: que el primo de mi amiga se enamore de mí, que los padres de ese compañero no me odien, que aquel otro deje de gritarme frente a la clase las barbaridades a las que me acostumbré. Así era mi rezo, y si bien no era el mismo cada vez se repetía bastante y tenía una condición bien cierta: yo pedía lo que no podía. Para eso se va a la iglesia, ¿no? Pedía soluciones mágicas, que la gente no muriera, que el avión de mi padre no se cayera, que me quieran, que desapareciera lo que me hacía llorar. Imploraba por lo no estaba bajo mi control o por lo que no me atrevía a enfrentar. Rogaba para que no me pasara nunca nada malo. Y me lo creía. Y me tranquilizaba.
Fue difícil perder esa calma. Aunque viví en el cuarto de las estrellas adhesivas como rejas hasta los veinticuatro años, mi fe se fue antes. A partir de un momento que no sé identificar con claridad la verdad resultó innegable, intragable. Una roca en la garganta. Firme y tan prístina. El fallecimiento de mi tío, la vejez de mi abuela, su muerte en un geriátrico, la angustia de mi madre, la enfermedad de mi padre. Todo pasaba y yo no detenía nada. Cuando me mudé con una amiga y me instalé a treinta kilómetros de aquella galaxia ya no me quedaban ni siquiera excusas.
Ahora es mi cuerpo el que se hace cargo de ese techo y encierra como en mi cuarto adolescente lo que quiero y no tengo, lo que no sé decir, mis deseos, mis dolores. Aquí adentro está todo y rebota de un lado a otro en un espacio que ya no es infinito. Hay días en que no puedo comer, hay días en que duermo poco, hay días en que solo aguardo que el zumbido del pecho se vaya, hay días en que tengo mucho frío. Entonces hago las respiraciones que recomienda un hombre tranquilo de poco pelo y ojos oscuros, entre asiático y español, en un canal de YouTube. Lo sigo en detalle y paso a paso: pongo la punta de la lengua sobre el paladar e inspiro en cuatro tiempos, retengo el aire durante siete y lo largo en ocho. Repito. Repito. Repito. Hay otros días en que el truco no funciona y solo me pasa una cosa: tengo miedo. Tengo miedo de lo inevitable.