Cuando quería morir joven
En Londres están una sobrina, una ahijada, un primo hermano y los huesos de mis antepasados. En los próximos días visitaré los cementerios donde yacen estos últimos y, si hay suerte, conversaré con ellos.
Mis antepasados huyeron de las guerras, de las deudas, de las mujeres que dejaron embarazadas, del honor y las reputaciones. Yo he sabido preservar ese legado. Soy aun peor que ellos.
En Londres he sido pobre y he sido rico, pero siempre he pasado frío, incluso en verano. He tenido amantes, una chica tatuada que trabajaba en un bar, una joven intelectual que oficiaba de traductora, y he tenido novios, un fotógrafo de modas que me hizo cien fotos en blanco y negro, el torso desnudo, aunque ninguna me gustó.
En los pueblos cercanos a Londres he buscado las huellas de mis mayores, pero no hay registro de sus andanzas, solo una vaga niebla melancólica como aquella que esos hombres huidizos fueron a buscar al otro lado del mar, en la ciudad sin futuro donde nací, la misma ciudad que medio siglo más tarde se empeña en dar la espalda al futuro y al mar.
He sido escarnecido y humillado en Londres por ciertos amigos modelos y diseñadores de modas, quienes, nimbados por el éxito, príncipes de la frivolidad, reyezuelos dopados de las noches sin fin, se ríen de mi peinado, mi ropa ajada, mi afición a los helados, mi vientre flácido, hinchado.
No he conseguido olvidar, y menos perdonar, el curioso incidente del famoso fotógrafo de celebridades, quien entró en mi habitación en Londres, abrió sin pedir permiso los cajones del clóset, sacó una a una mis prendas de vestir como si fueran arañas o lagartijas, haciendo muecas de asco, y se deshizo en risotadas al ver que mi ropa, toda mi ropa, estaba reñida con la moda.
No soy, no he sido nunca, un hombre sensible a los dictados caprichosos de la moda, aunque a veces he sido un hombre de moda, y quizás ahora mismo estoy de moda.
No estoy dispuesto a dejar de comer helados para que mis amigos en Londres me quieran más o me consideren parte de su levísima cofradía.
Las glorias que me han sido dadas en Londres perviven en mi memoria: los juegos de billar que gané en ciertos bares, los autos con timón cambiado a la derecha que supe conducir sin chocar como conducía un tío muy rico que vivía en esa ciudad, los partidos de fútbol que presencié desde las gradas de los estadios, las drogas que fumé y aspiré cuando quería morir joven.
Quiero decir: soy un hombre que viene de Londres y que va a Londres, como ahora voy a Londres en un avión de dos pisos y quinientos pasajeros, yo en el piso de abajo, temeroso de que me caiga encima el piso de arriba.
El tío muy rico y la tía muy rica me traían de Londres libros de aventuras, de piratas, de intrigas policiales, así como discos de música clásica, pero yo quería que me trajesen discos de Elton John, de Bowie, de Sting. También traían mermeladas de naranja, una de las debilidades de la tía, la otra eran los perros caniches.
Todos los veranos viajaba a Londres el abuelo, que era muy inglés en su humor, su corrección, su severidad y su curiosidad intelectual. A menudo me hablaba en inglés. Parecía tener una cierta confianza en mi futuro. Me decía: el que sabe, sabe. Y él sabía.
En Londres he sido brevemente un héroe, quién lo diría. Cierta vez llegué en un vuelo desde América. En el aeropuerto, no dejaban entrar a una joven argentina porque no llevaba suficiente dinero en efectivo. Le dijeron que la deportarían. Enseguida me acerqué, dije que era un malentendido, que esa joven era mi novia y yo pagaría sus gastos. Mostré un fajo de libras esterlinas y me creyeron y la argentina entró a Londres conmigo, como si fuera mi novia. Vanos fueron mis esfuerzos para persuadirla de retribuirme el favor y pasar la noche conmigo. Con buen tino, se dirigió al apartamento de una amiga. Nunca más la vi. Me emociona recordarla, qué habrá sido de su vida.
En Londres he visto o he creído ver a Sabina cantando en bares cuando aún no era famoso y lo perseguía la dictadura española, a García Márquez estudiando inglés y diciendo que ciertas calles londinenses parecían panameñas por el bullicio y el colorido, a Cabrera Infante fumando puros y haciendo retruécanos y juegos de palabras, a Vargas Llosa escribiendo en un cuaderno en el Museo Británico, a Borges diciendo el que mira el mar, ve a Inglaterra. Aunque no los he visto en tiempo real, tal como los describo, los he soñado tanto, y tan poderosamente, que a no dudarlo los he visto y así los recuerdo ahora.
Toda visita a Londres es incompleta si no paso por el bar del hotel de tres estrellas en que me alojé la primera vez que dormí en esa ciudad. Entonces casi no dormía y el hotel me pareció decoroso y bien ubicado. Mi hija se ríe cuando le digo que yo dormí en ese hotel viejo, ruinoso, oloroso, un hotel que huele a mierdas humanas, a antiguas mierdas humanas.
Antes llegaba a Londres sin tantas pastillas. Ahora me persigue el acezante espectro de la muerte. Después de la pandemia, enfermé de coronavirus en Londres y pensé que mi destino era morir en esa ciudad. Ahora llevo conmigo numerosos antibióticos y las habituales pastillas para dormir. No deseo morir en Londres. No todavía. Soy un hombre de América. Mi deseo o mi destino es morir en América y que mis huesos sean sepultados en América.
Nadie me espera en Londres, ni mi sobrina, ni mi ahijada, ni mi primo hermano, ni los huesos de mis antepasados, ni la argentina que pudo ser mi novia y se inhibió, en señal de elegancia.
Me esperan, si acaso, el chofer del hotel, las recepcionistas que ya me conocen, las chicas uniformadas del club, todas ellas y la vaga certeza de que el antiguo origen de mi vida, o la cadena de azares e infortunios que antecedieron al principio mismo de mi vida, comenzó allá, en esa ciudad, en esa isla, en aquellos mares helados que surcaron mis antepasados, huyendo de las guerras, de las deudas, de las mujeres que dejaron embarazadas, del honor y las reputaciones.