Dame un Estado faccioso y tendrás sospechas de fraude
El proceso que terminó en la decisión judicial de anular las elecciones en Tucumán puede explicarse como la consecuencia del afincamiento de los partidos en el Estado, que se hace más visible cuando existen comicios competitivos
La Presidenta tuvo razón en su cadena nacional del martes pasado. El fraude electoral es un asunto gravísimo; es de irresponsables andar por ahí denunciando fraude a la ligera. La democracia no es sólo contar bien los votos, pero sin votos bien contados no hay democracia. El fraude es la última línea de distinción entre democracia (con todas sus posibles carencias) y no democracia. México, por caso, pasó a ser democrático cuando en los años 90 las elecciones dejaron de ser cuestionadas. Pero el proceso inverso no sólo es posible, sino que ha sido habitual en la historia reciente. Entonces, estamos todos de acuerdo, con las denuncias de fraude no se embroma. Pero, cuidado, no denuncia fraude con verosimilitud quien quiere, sino quien puede.
Las estructuras partidarias se construyen hoy en casi todo el mundo sobre la base del uso de recursos estatales. En Argentina, este uso suele ser discrecional y en gran parte ilegal. Existe una suerte de acuerdo tácito entre los partidos: cada cual puede valerse de los espacios estatales que captura para beneficio de su grupo. Con todo, hay matices importantes.
Tucumán es, sobre el punto, un caso grotesco. En 2007 estuve en la provincia. Con la excusa de escribir una tesis sobre la relación entre partidos y Estado, visité la sede del radicalismo provincial. La casa estaba vacía y semiderruida. El presidente del partido me recibió allí y me confesó que no lograban pagar un sueldo para que alguien la mantuviera abierta. Visité también, a la vuelta de la esquina, el local partidario de José Cano, uno de los dos legisladores que le quedaban entonces a la UCR. El local bullía de gente, la mayoría entraba y salía llevando cosas para distribuir. Hacían, por decirlo de algún modo, "trabajo territorial". Cano tenía entonces, según sus palabras, unos 200 empleados en la Legislatura. Eso le resultó más que suficiente para hacerse del control de un partido en crisis, que carecía de dominio sobre otros retazos del Estado. Pero lo suyo era irrisorio frente a legisladores peronistas con más de 700 u 800 empleados. Y a su vez el grupo legislativo peronista era en verdad un actor marginal, raleado frente a un Poder Ejecutivo que construyó una vasta estructura política sobre la base de los recursos públicos, girados mayormente desde Nación. Para dejar constancia del completo dominio estatal sobre el partido, Alperovich hizo elegir a su mujer, la recién afiliada Betty Rojkés, como presidenta del PJ. Mientras, familiares y amigos dominaban al mismo tiempo el Estado tucumano y el partido de gobierno.
Táctica de adaptación
La estatización de los partidos es un fenómeno expandido. Como táctica de adaptación a un ambiente social complejo, los partidos se afincan en el Estado para sobrevivir: se garantizan financiamiento público, exenciones impositivas y un acceso cada vez más amplio a cargos; escriben constituciones diciendo que son instituciones fundamentales del sistema democrático. Sus estructuras viven en y del Estado. En términos funcionales, advirtió Peter Mair, operan como representantes del Estado frente a la sociedad.
Pero no es la estatización partidaria, sino el uso masivo y discrecional de recursos estatales con fines partidistas lo que daña seriamente a la democracia. El Estado partidizado puede pasar por un alegre y vital populismo cuando su líder obtiene el 54% de los votos, o el 78%, como obtuvo Alperovich en 2007. Entonces muchos pueden mirar con indulgencia el hecho de que el gobierno le dé el nombre de su jefe político al principal centro cultural del país, que edite folletos educativos homologando a su líder con el Estado, o que desborde de propaganda ilegal las transmisiones futbolísticas. Pueden argüir que si la facción gobernante tiene tamaño apoyo popular, bien puede elegir qué noticias se transmiten en los medios públicos, y que falsear los datos es legítimo si es decidido por el líder más votado. Por supuesto, y bajo el argumento de asegurar la implementación del proyecto, se avala el copamiento de diversas agencias estatales por parte de los fieles. Y así, por caso, es pura expresión democrática que la AFIP o las oficinas de Rentas provinciales decidan cómo premiar y castigar según la afinidad político-financiera. El Estado partidizado sería, en este contexto, la realización del ideal democrático.
Pero, ¿qué distancia hay entre todo aquello y el momento en que un gobierno avanza en el control del proceso electoral con la designación de una junta electoral de amigos y adherentes? O en la consagración de militantes en lugares clave del correo encargado de transmitir los resultados. O en múltiples actos irregulares vinculados a la elección, como entregas masivas de documentos de identidad o cambios de domicilio. ¿Cuándo empiezan a afectarse las condiciones de la competencia electoral?
La naturaleza facciosa de un Estado puede estar opacada cuando el grupo gobernante tiene 78% o 54% de apoyo popular, pero se pone en evidencia cuando ese grupo pasa a ser uno entre otros. Es en esta última situación cuando las tensiones para la democracia se hacen casi inevitables. ¿Debemos confiar en que ese juez amigo del gobierno, y ese correo dominado por adherentes del partido gobernante, en el recuento de los votos de una elección disputada?
Dice Andrés Malamud que volcar el padrón es un imperativo moral para los radicales cuando no hay fiscales de las otras listas. Quienes creen que esto vale sólo para un partido, conocen poco de las prácticas políticas vernáculas. Y hay buenas razones para creer que partidizar la Junta Electoral, el Correo y las fuerzas de seguridad va un poco más allá de no tener fiscales de la otra lista.
Una vez que el Estado se ha identificado como facción y que el grupo político gobernante partidizó sus estructuras, lo único que se necesita para que se genere una elección fuertemente sospechada es que surja un rival competitivo. Denunciar fraude no es una cuestión menor. Es, efectivamente, jugar con fuego. Pero ocurre que el Estado faccioso alienta las sospechas de fraude, que sólo evita cuando efectivamente cuenta con extraordinario apoyo popular. Seguramente queda por probar que en Tucumán se hayan alterado decisivamente los resultados, pero si se ha avalado la naturaleza facciosa del Estado, incluyendo a actores decisivos del proceso electoral, no cabe sorprenderse de la desconfianza que despierta ese proceso.
Una de las más decisivas diferencias con lo que ocurre en el plano nacional es la confianza que despiertan allí autoridades electorales, especialmente la Cámara y, pese a su naturaleza política, la Dirección Nacional Electoral. Sin embargo, designaciones recientes en juzgados clave, como los federales de La Plata, no contribuyen a fortalecer esta confianza.
El autor es doctor en Ciencia política y abogado, investigador del Conicet y profesor de la UBA
Gerardo Scherlis