De escraches , truchos, barrabravas y filólogos
DOS palabras argentinas ya adultas - trucho y escrache - adquirieron últimamente la mordaz intensidad que la creación popular imprime al lenguaje. Truchos pasaron a ser los senadores del escándalo precedido hace seis años por un modesto diputrucho , y escrache es hoy un sustantivo masculino que da nombre a la protesta organizada ante la casa de algún represor o torturador que está fuera de la cárcel. Es curioso, pero en su origen remoto escracho era falsificar un billete de lotería. Se originó en la jerga de timadores de fines del siglo pasado y podría haber nacido del argot italiano scaracio , que significa billete. También podría derivar del inglés to scratch , que quiere decir arañar, raspar; acción que el timador ejecutaba sobre el billete para alterar la numeración y crear así con ardid el supuesto número premiado. Lo cierto es que su primer significado fue el de billete falso. Aunque luego fue calificativo de una mujer fea (como asociación por desfiguración de una cara) y al irse bifurcando denominó al que fotografiaba de improviso y escrachaba a sus fotografiados. Por algún azar filológico las dos palabras que los argentinos consagran en el copioso altar de los años noventa tienen algún punto de contacto, algún tipo de gen familiar: el engaño, la trampa, la falsedad a través de un procedimiento ilícito. Según los antiguos griegos, la palabra significa no solamente el vocablo sino también la razón y la inteligencia, la idea y el sentido profundo de un ser. León Cádogan, al estudiar la mitología guaraní, descubre que para los indios de América del Sur, Dios crea la palabra antes de materializar el agua, el fuego, el sol y la niebla. La historia vocablo palabra es inquietante y traslúcida: nace de parabla -es decir, parábola, comparación, símil, que a su vez viene del griego parábole, alegoría- y acaba por resumir el espíritu de la sociedad que las pronuncia. Las palabras como trucho o escrache también resumen la atribulada resignación de las víctimas, que son fatalmente más que los que instalaron el protagonismo del delito y el engaño. Cuando aquel dirigente sindical del ataúd en el obelisco, dijo con su inocencia verbal primitiva "conmigo o sinmigo", estaba desnudando no sólo su diploma sino el contexto que se lo había permitido. No obstante, integró el cuerpo legislativo en el mismo ámbito en que alguna vez razonaron ideas Alfredo Palacios y Lisandro de la Torre. Y no obstante, para ser justos, el país creció económicamente de un modo tan abrumador que para qué sentir nostalgias de algo que no ha sido ninguna desventaja si el que considera la evolución es un banquero y no un moralista.
La Real Academia Argentina de Letras a cuya investigación se debe la parte creíble de este texto, remite para buscar la naciente mutación de la palabra escrache a la novela Rayuela , de Julio Cortázar, de 1963: "No hay más que imaginárselo piloteando un Bang-Bang de esos y ya te lo está escrachando en la confitería Del Aguila a la hora del té con masitas".
Ahora, en el umbral del tercer milenio que nos encontrará desorientados u orientados quién sabe hacia dónde, el escrache moral y la truchedad son tendencias lingüísticas recreadas con la espontánea unanimidad del imaginario colectivo argentino. Naturalmente inspirado en el mapa geopolítico y económico que impregnó a la sociedad durante una década en la cual también se intensificó el neologismo barrabrava, vocablo que define el modelo tortuoso de un frustrado aspirante a convicto, de rostro que actualiza y refrenda las antiguas teorías de Lombroso, y de perfil cultural cercano al antepasado homínido de casi cuatro millones de años descubierto en Sudáfrica, sólo que el actual viste camiseta sudada con los colores de su club adheridos a su ser patológico. El barrabrava es el hincha de fútbol trucho ; es el tipo que escracha , golpea, daña, destroza a un hincha normal; aunque hay clubes, como se vio en el partido entre Chacarita y Morón, donde los normales son probada minoría, sin eximir a sus dirigentes de campera, de traje o de torso desnudo.
Desaprobando mi intuición de que la palabra trucho proviene de truco o de truca, es decir, de sustituciones o copias falsas del original, académicos con más alimento técnico sugieren que al principio, en el siglo pasado, nace en España, en el dialecto vulgar salamantino. El filólogo Corominas la deduce como comparación del comportamiento de la trucha, uno de los peces más astutos a los ojos de los pescadores de Galicia que hasta debían alterar el curso de los ríos para poder capturarlas. La palabra gallega tróita se empleó rústicamente como astucia y picardía. En América Central para indicar astucia en un individuo se usa bagre; en Chile, águila; en la Argentina, rana. Calificación ésta aún prestigiosa en medios candorosamente tangueros no tocados por la gran truhanería internacional del mercado. Entre nosotros, por incierta fecha de mutación sobre todo en tiempos actuales, lo que realiza el tipo trucha pasó a ser trucho , sinónimo de falso, y el engañador pasó a ser trucho . Si este texto presumiera de algún rigor académico, del que carece obviamente, debería incluir tantísimos ejemplos de individuos, acciones, cosas y resultados truchos como se conocen, procediendo a escracharlos . El correr del tiempo dirá si ya superados por el natural procedimiento democrático pasarán a ser fantasmas reconocibles en revistas de exposición decorativa, de esas que en las salas de espera se amarillean y muestran el pasado reciente como si fuera ya antediluviano. Cuando la sociedad argentina era aún casi silvestre o tan naïf que entraría textual en un solo cuadro de Anikó Szabó, el truhán o trucha a lo más que aspiraba era a etiquetar como whisky escocés un brebaje inmundo envasado bajo un toldo en un galpón de extramuros, o a meter cigarrillos con tabaco cultivado en el lote en un paquete original de Philip Morris.
Súbitamente envejecida de experiencias brutales, atacada desde tantos flancos psicológicos, metafísicos, físicos, y emocionales y ante el júbilo de los experimentadores que gozan con el resultado de sus trepanaciones medievales, la sociedad argentina ya sabe cuál es la auténtica jerarquía y variedad de lo trucho . No es un peluquín ordinario con jopo de estadista de tipismo tropical. Tampoco es un mero pasaporte autenticado por funcionarios supremos para blanquear el pasaporte oscuro original de un visitante multiétnico con cimitarra y turbante. Hay cosas peores. Truchos hay desde un container de contenido supraaduanero hasta un permiso de ingreso de Mercedes Benz para seres carentes; desde un cargo en un feudo aceitunero, viñatero o minero hasta un diploma de juez o de parlamentario que si fueran escrachados en el momento de pensar o de tener una idea sobresaltarían a sus votantes o a sus benefactores.
No es verosímil atender a la especulación de que desde su origen, cuando Solís nombró Mar dulce a este río que nunca fue mar con supuestas intenciones de truchar la geografía para que desde España le mandaran más viandas, haya sellado el fatalismo del ser argentino. Tampoco es cierto que los indios lo escracharon porque advirtieron que no era Dios, sino un dios trucho .
Es en la última década cuando estas palabras alcanzaron ese cenit sacro del idioma popular. El suizo Saussure distinguió como palabra el acto individual de voluntad e inteligencia de la persona por el cual "utiliza un código de la lengua para expresar su pensamiento personal y, además, como mecanismo psicológico que le permite exteriorizar aquellas manifestaciones".
La gente no abreva en esos meandros intelectuales; modestamente hablamos con las mil o dos mil palabras que algunos afortunadamente atesoran aun a pesar del desentrenamiento a que obligan el mundo audiovisual y el tener tan poco que decirse.
Una cosa reconforta: que entre tanta truchedad haya todavía en un resquicio del agotado espíritu ganas de escrachar a los truchos .
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