De las cacerolas de 2001 a los plasmas de hoy
La Argentina está embarcada en una fiebre de consumo que alcanza en mayor o menor medida a amplios sectores de la sociedad. Incluso aquellos conciudadanos sumidos en la pobreza han mejorado al menos mínimamente sus estándares de vida. Las estadísticas oficiales son a menudo sometidas a maquillajes y operativos mediáticos, pero la realidad de la recuperación económica es evidente.
Luego de la trágica crisis que experimentó el país hace menos de cinco años, es comprensible que los argentinos se hayan dejado seducir por la posibilidad de darse algún gustito, ya sea en La Salada, en el Once, en algún centro comercial más glamoroso o tomándose unos días de vacaciones.
Pero, paralelamente, se advierte una retracción del interés de la ciudadanía por la cosa pública, por involucrarse en cuestiones que hacen al interés general. No se trata de un fenómeno novedoso ni exclusivamente argentino: el proceso de desafección política es característico de muchas democracias contemporáneas, sobre todo en períodos de transición desde regímenes autoritarios. En efecto, el desgaste que suelen experimentar los partidos y líderes políticos que protagonizan esos procesos suele ser tan enorme, que la ciudadanía termina desconfiando de todos ellos y retrayéndose a la vida privada.
Eso venía ocurriendo en la Argentina antes de la megacrisis de 2001-2002, pero se ha profundizado muchísimo en los últimos años. Casi nada queda ya de aquellas protestas, escraches y cacerolazos mediante los cuales muchos argentinos, sobre todo de clase media, manifestaron su infinita impotencia y frustración frente al descalabro generalizado que era por entonces la Argentina.
La fiebre de consumo está ocultando una sociedad volcada hacia lo individual (y, a la vez, es expresión de ella), las redes de afectos inmediatos, a lo sumo la familia. En este marco, fueron perdiendo peso otros valores y principios vitales para la vida democrática, como la asociatividad, la solidaridad, el sentido de comunidad. Predomina un clima de indiferencia y hasta de abulia frente a viejos y nuevos problemas e injusticias que afectan nuestra cotidianidad y sobre todo nuestro futuro.
Democracia delegativa
Ese vacío de participación democrática y cultura cívica fue ocupado por Néstor Kirchner en su afán de acumular poder, aunque esto implicara marginar al Poder Legislativo, limitar el papel de la prensa y, sobre todo, ignorar el debilitado tejido partidario argentino, comenzando por el propio Partido Justicialista.
Así, Kirchner construyó un liderazgo hiperpresidencialista que, como indicó Carlos Nino en Un país al margen de la ley , no es en absoluto original: la Argentina suele reaccionar a fuertes crisis políticas y económicas delegando el poder en un caudillo que, por un tiempo, trae alguna sensación de calma y bienestar. Pero se trata de ciclos más o menos breves, pues esas figuras terminan polarizando a la sociedad y creando más problemas de los que motivaron su llegada al poder. Al margen de los matices ideológicos, pasó eso con Rosas, Yrigoyen, Perón y también con Menem. Todos ellos se vieron a sí mismos como protagonistas de una ruptura con el pasado. También gozaron, al menos por algún tiempo, de un contexto económico internacional favorable.
Una sociedad compleja y plural puede temporariamente delegar facultades extraordinarias a un presidente en circunstancias de emergencia. Pero todo concluye: hasta George W. Bush, que siempre se pensó como un líder transformador, incluso antes de los ataques del 11 de Septiembre, está terminando su segundo mandato con una popularidad raquítica y arrinconado por el Congreso, incluido su propio partido.
Casi nadie sostiene que haya indicios claros de agotamiento del ciclo político de Néstor Kirchner. Hay mucha especulación respecto de los eventuales disparadores de un proceso de disolución de la autoridad presidencial: la inseguridad, la crisis energética, la inflación, algún shock externo, el desequilibrio de las finanzas públicas provinciales, la falta de calidad institucional, los problemas de gestión, el aislamiento de la Argentina y la cercanía con Hugo Chávez, los problemas con Uruguay y el cansancio con el estilo y las mañas del elenco presidencial. Sin embargo, hasta ahora ninguno de esos temas ha erosionado de manera efectiva la popularidad presidencial.
Pero la pregunta que debemos hacernos es cuál será el legado de Kirchner. En particular, en un contexto en el cual todo el mundo crece, ¿terminará aprovechando la Argentina las espectaculares oportunidades que la economía global ofrece hoy? ¿Habremos de sentar por fin las bases de un modelo de desarrollo equitativo y sustentable que reduzca los desequilibrios regionales y reinserte a la Argentina en el concierto de las naciones libres y democráticas? ¿Seremos capaces de eliminar la marginalidad, reducir drásticamente la pobreza y mejorar la distribución del ingreso? ¿Qué sistema político y qué liderazgo habrán de constituir la alternancia a este gobierno? ¿O es que vamos a un escenario a la mexicana en el que los cambios se darán dentro del partido hegemónico, el cual, a la vez, podrá decidir quién es su oposición?
La mano del Estado
Una de las paradojas más notables de este gobierno es que, tanto en lo conceptual como en la práctica, le otorga un papel activo al Estado, aunque no ha hecho casi nada para fortalecer estructuralmente su capacidad de gestión, planificación y control.
Decisiones críticas como la nacionalización de empresas de servicios, el control de precios y tarifas, el establecimiento de una maraña de subsidios cruzados y, más recientemente, los cambios en el sistema jubilatorio son justamente expresión de este retorno del Estado activo, intervencionista y regulador de los conflictos económicos y sociales.
La experiencia argentina es desastrosa en todas esas áreas. La comunidad internacional tampoco entiende por qué los argentinos se empeñan en probar recetas que han fracasado en todos lados, incluido su propio país.
Para colmo, los hechos sistemáticos de violencia e inseguridad, la permanente violación de derechos fundamentales, la corrupción, la impunidad, los accidentes viales por la pésima infraestructura física, y la ausencia de controles efectivos y la mala calidad de otros bienes públicos esenciales como la educación y la salud apuntan a un Estado que fracasa en los asuntos más básicos. Si no puede resolver lo menos, ¿podrá lo más?
Cuando el Estado fracasa, la sociedad se torna más conflictiva, se potencian las pujas entre sectores y las divisiones en el interior de las organizaciones políticas y sociales e incluso entre las familias. Al mismo tiempo, esos fracasos son ocasiones propicias para que liderazgos oportunistas, personalistas o incluso mesiánicos adquieran una relevancia repentina y a menudo muy difícil de circunscribir y revertir.
La Argentina ya los padeció y Misiones hace suponer que no quiere repetir al menos ese pasado. El consumismo y la privatización de la vocación participativa abren espacios para experiencias políticas que, sin caer en la radicalización de Chávez, profundicen los vicios de una democracia de baja intensidad. En el corto plazo eso puede ser viable. Pero de nada sirve para encarar con éxito la aventura del progreso y de la libertad. Y, lo que es peor, algunos podrán sorprenderse, más temprano que tarde, de que las cacerolas nunca están bien guardadas.