De silencios y de palabras
Por Silvia Zimmermann del Castillo Para LA NACION
Dice el refrán que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras, lo que parecería contradecir, en principio, la identificación que espontáneamente se hace del silencio con el sometimiento y de la palabra con la libertad.
Lejos de ello, las interpretaciones no hacen más que destacar el carácter relativo de toda verdad.
Baste recordar la tristemente célebre frase “el silencio es salud” para sentir todavía la opresión del significado simbólico de toda una época. Sin embargo, nada tan oportuno y apropiado como la imagen de una enfermera llamando al silencio y la leyenda “el silencio es salud” en los hospitales, ámbitos en los que, efectivamente, el silencio ayuda a la salud y a la cura.
En lo que a la palabra respecta, ella es, sin lugar a dudas, el lugar en el que el individuo confirma su libertad, aunque la pronunciación de la palabra errada pueda atraparlo en el error como un cepo.
En definitiva, en cuanto a silencios y palabras se refiere, se trata de acciones que (como cualquier acción) generan sus consecuencias. La palabra –y el silencio como modo de discurso– son puro hacer. El Evangelio de San Juan comienza diciendo que “en el principio era el Verbo y el Verbo estaba con Dios”. Dos versículos más adelante continúa: “Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho”. En el texto griego original, el Verbo es el Logos: “En el principio era el Logos”, y el Logos es verbo, es palabra, y es razón y es principio activo. Es acción.
Por lo demás, desde un punto de vista semiológico, la palabra es la manifestación lingüística del individuo, es “el acto individual de voluntad y de inteligencia” según Ferdinand de Saussure, que distingue la palabra de la lengua, a la que define como “conjunto de los hábitos lingüísticos que permiten a un sujeto comprender y hacerse comprender”, y que supone una “masa parlante” que constituye a la lengua como una realidad social. El individuo que habla utiliza, entonces, el código de la lengua –que es social–, para expresar su pensamiento personal.
El planteo amerita una cuidada atención, porque contrariamente a la idea de que “a las palabras se las lleva el viento”, parece oportuno considerar el hecho de que las palabras que se pronuncian desde la individualidad, con toda la libertad que ésta implica, son pronunciadas desde un código social que las avala lingüísticamente para su comprensión y que, puesto que la palabra es acción, las convalida como hacedoras de realidad. Bien dice un antiguo adagio que “quien habla siembra; quien escucha recoge”.
No todo silencio es sometimiento y no toda palabra es libertad. Puede ser libertinaje, que trae aparejado el eventual desconocimiento de libertades ajenas, o la desconsideración del otro, que calla porque escucha o que guarda silencio como modo de hablar.
La reflexión abre a otras reflexiones, como, por ejemplo, el hecho de que la palabra –que es acción– no permanece estática: las sociedades crecen en el hablar, cambian, viven, se transforman. Las palabras varían sus significados en el transcurrir del tiempo. Surgen nuevos términos; otros se modifican.
Una sociedad es vital en su habla. Sólo las lenguas muertas dicen siempre lo mismo de la misma manera, y el uso exacerbado de una palabra hace que ésta vaya perdiendo su valor. Las sociedades se hastían de las palabras usadas hasta su desgaste, como se hastían de las modas. Nada más eficaz que una palabra dicha en el exacto momento en que debe ser dicha; nada más contraproducente que una palabra manoseada hasta la aniquilación de su valor o pronunciada intempestivamente.
Vivimos inmersos en una comunidad lingüística en la que lo que se dice y se escucha, se habla o se calla, lastima o sana, consuela o irrita, impulsa o agota, rebaja o ennoblece. Esta realidad de siempre en la era de las comunicaciones adquiere dimensiones de hiperrealidad, en la que acaso se habla demasiado y se sienten añoranzas del silencio reparador.
Sólo hay algo que puede superar el valor del silencio y es la palabra justa, esa que se pronuncia desde la libertad responsable: la verdadera libertad.
Puesto que la palabra es ese confín en el que el individuo y la sociedad interactúan, no es sólo cuestión de decir desde el convencimiento personal, sino desde la responsabilidad social. Mucho más cuando quien habla dirige destinos sociales.
Hemos vivido épocas signadas por el silencio como metáfora del miedo. Es propicio recordar que una tendencia pendular lleva a los hombres a pecar por exceso o por defecto, cayendo en los vicios de los extremos opuestos, a modo de rebelión.
En este caso, guardémonos del error de caer en el libertinaje de la lengua, como extrema oposición a odiados callamientos. En otro sentido, observemos el valor de la palabra, evitando que el uso obsesivo de algunas de ellas desgaste términos nobles y condene la lengua viva de una sociedad que quiere vivir al estancamiento conceptual.
Muchos neologismos se han incorporado al habla. Los que no somos tan jóvenes nos hemos habituado a palabras, frases, modismos que hace treinta años ni siquiera asomaban en nuestro horizonte verbal. Nuestros hijos, por su parte, desconocen giros que hicieron a nuestros tiempos ya pasados; giros y silencios de tiempos felizmente pasados. Porque no hablamos de olvido, sino de memoria sustentada en un hablar inteligente.
Quienes asumen la responsabilidad de guiar los destinos de una nación deben tener bien en cuenta que, en ese confín de la palabra, lo individual tendrá que ser muchas veces sacrificado en pos de la representatividad. No hablamos de velos de silencio; hablamos de justo hablar.
Las palabras dichas en tiempo y en forma y el oportuno silencio ante lo que no corresponde ser dicho serán la medida, el equilibrio capaz de hacer que la historia sea maestra de vida, y el presente, oportunidad de un futuro mejor. De lo contrario, las palabras que refieren la historia como cotidianidad, en un discurso que no permite la expresión de un tiempo nuevo, nos condenan a una fosilización de la lengua y, con ella, a una fosilización de nosotros mismos.
Afortunadamente, el tiempo transcurre y la lengua se transforma porque se transforma la vida, y la vida se transforma para bien cuando la lengua dice cosas mejores. La Guerra Fría fue una realidad más efectiva por el peso de las palabras que por la ejecución definitiva. La sola pronunciación de esos términos provocaba incertidumbre y temor, signando un modo de vida y un concierto mundial.
Es tiempo de que los hombres comiencen a reconocer la paz, más que como un deseo, como una necesidad, por lo que habrá que diseñar agendas lingüísticas en función de esta noble urgencia. Propicia es entonces la enseñanza de un sabio cuyo nombre borró el tiempo, aunque no sus palabras: “Si queréis que vuestros labios no yerren, observad cuidadosamente a quién habláis, de quién habláis, y cómo y cuándo y dónde”. © LA NACION