Decretos con necesidad urgente
Por Santiago H. Corcuera Para LA NACION
La reforma constitucional de 1994 le encomendó varias tareas a nuestra clase dirigente, muchas aún incumplidas. Entre éstas se encuentra la reglamentación de su artículo 99 inciso 3, en cuanto prevé el trámite legislativo que deben seguir los decretos de necesidad y urgencia.
El solo hecho de que la cuestión se halle sometida a debate y se pueda avizorar la sanción de una norma en tal sentido es una noticia alentadora. No puede pasarse por alto que este tipo de instrumento legislativo ha sido utilizado por gobiernos de todos los signos políticos sin que se haya cumplido con la obligación republicana de dar una discusión conducente a hacer efectiva la letra de la Ley Fundamental.
La reflexión común acerca de la arquitectura institucional es un valor de las democracias avanzadas, pero discutir este tema si no reconocemos ciertas premisas empíricas, si no asumimos el compromiso cabal de respetar la ley y evitamos el “discurso de ruptura” que parece ser el telón de fondo de todas las controversias, nos enfrenta –por su trascendencia– al riesgo de un nuevo desencuentro institucional. En otras palabras, quienes se prestan al debate legislativo deben asumir con altura la legitimidad de la norma que en su consecuencia se dicte, sin perjuicio del control de constitucionalidad cuyo ejercicio los jueces no pueden abdicar.
La Argentina se adeuda a sí misma la obligación de reconstruir el valor de la ley, como premisa del Estado de Derecho, cuya devaluación intolerable se ha denunciado desde hace décadas.
Ahora bien, resulta ingenuo, y en algún punto ofensivo a la inteligencia del lector, desconocer que los decretos de necesidad y urgencia forman parte de nuestra cultura institucional. En efecto, desde hace mucho, el dictado de este particular tipo de normas integra lo que podría denominarse la “costumbre constitucional”. Recuérdese, en este sentido, que por medio de aquéllos se instrumentaron medidas de la trascendencia del Plan Austral, la declaración de estado de sitio dispuesta en 1985, el régimen de emergencia en materia previsional, la suspensión de la intervención del Tribunal de Cuentas de la Nación y el Plan Bonex, entre muchas otras. En ceñidos términos, se sostenía que esa potestad surgía –utilizando conceptos de Aja Espil– de los poderes implícitos que la Constitución le reconocía al Poder Ejecutivo al encomendarle la “administración general del país” e imponerle “asegurar la paz y el orden social”.
La reforma de 1994 selló su reconocimiento expreso zanjando una larga reyerta y dispuso, con sanidad republicana, acotar las facultades presidenciales en dos sentidos, uno sustancial y otro formal. Al impedir que puedan regular cuestiones propias del derecho penal, tributario, electoral, o del régimen de los partidos políticos limitó su posible contenido y condicionó su dictado a la configuración de la emergencia. En lo que se refiere a su forma, previó “que serán decididos en acuerdo general de ministros, que deberán refrendarlos…” y su remisión obligatoria al Congreso.
En los hechos, la nueva Constitución de 1994 les concedió su reconocimiento, con todo lo que ello importa, sin ignorar las dificultades que presentan desde la perspectiva de la dinámica de la división de poderes. Vale la pena aclarar aquí, sin ningún contenido valorativo, que este tipo de normas no son una consecuencia “patológica” del presidencialismo vernáculo, pues pueden observarse ejemplos de asimilable naturaleza en los Estados Unidos, Francia, España, Italia –aun cuando algunos de estos institutos se den en el marco de sistemas parlamentarios, lo cual simplifica su comprensión–.
Para asegurar la intervención del legislativo en la materia, el aludido artículo 99, creó la denominada Comisión Bicameral Permanente –hasta hoy sólo existente en el campo de las ideas, en ausencia de reglamentación–, encargada de elaborar un dictamen para su expreso tratamiento por ambas cámaras. Esa remisión simultánea, justificada por la celeridad que desea imponer la propia norma al examen de tales decretos y que explicita al prever que deben “someterse” a la comisión “dentro de los diez días” de dictados, no puede hacernos perder de vista que el Congreso emite una opinión relevante en este campo sólo con el acuerdo de los dos cuerpos legislativos.
La cuestión no es por cierto novedosa y ha sido objeto de consideración por parte de nuestros tribunales, que han requerido invariablemente una “idéntica expresión de voluntad” para reputar válida una decisión de este orden. Ahora bien, resulta desconcertante que se erija como un punto de desencuentro entre diferentes sectores legislativos la imposición o no de un plazo para que cada cámara trate la cuestión o los efectos de la omisión de su tratamiento, pues a la fecha, y en virtud precisamente de la falta de reglamentación, no existe en realidad control de ningún tipo.
No puede en este trance soslayarse, con fundamento en las diferentes tareas que se le encomiendan al legislador, la pauta hermenéutica que impone el artículo 82 de la Constitución cuando prescribe que “la voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta”. Por otra parte, no sería sencillo privar de eficacia a una norma ya entrada en vigor sin evaluar los efectos que el vacío regulatorio ha de generar, orden de consideración propio por su naturaleza del Poder Legislativo. Esta última circunstancia adquiere especial magnitud si se considera la cantidad de decretos de este orden en vigor.
Es ilustrativo recordar aquí que en el caso “Dames & Moore v. Reagan” de 1981, vinculado con la declaración del presidente Carter del estado de emergencia nacional y bloqueo de todos los bienes del gobierno de Irán en los Estados Unidos, debido a la ocupación de la embajada de ese país en Teherán, la Suprema Corte de los Estados Unidos entendió que existía una “aquiescencia” legislativa que había interpretado la extensión de los poderes del Presidente. Este episodio histórico y la consecuente jurisprudencia señalada nos demuestran la ausencia de originalidad de la problemática que abordamos, más allá de todos los matices que los marcos y contextos institucionales puedan sugerir.
Las consideraciones que anteceden, que, como se ha visto, sólo dan cuenta de ciertos datos de la realidad circundante, nos enfrentan a la complejidad y a la extensión a todos los países denominados “centrales” del problema que se busca regular. En el caso, resulta indispensable exponer la necesidad de efectuar una evaluación del problema desde la norma y hacia la realidad para hacer efectiva la vigencia de la Constitución Nacional, que se halla postergada desde hace más de doce años, por lo menos.
Los consensos, que en principio siempre requiere la construcción de la Nación, son en este caso un imperativo normativo pues, para sancionar la ley en cuestión, resulta menester su aprobación por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara, de allí que construir algunos puntos de acuerdo debe ser un objetivo para toda la ciudadanía. De no lograrse esa aspiración, habremos de seguir viviendo extramuros de la Constitución, pues los decretos de necesidad y urgencia ya lograron entrar en su texto, pero el sistema de control que ella misma prevé nunca fue instalado.