Del saqueo al interés internacional
La cesación de pagos de la Argentina debería provocar una acción más profunda de la comunidad internacional sobre la corrupción de los gobiernos, antes de llegar a consecuencias como las que ahora todos sufriremos.
Si desde hace algunos años existe consenso para tratar la corrupción como uno de los grandes temas de la agenda global, los acreedores externos de nuestro país tienen en este momento un nuevo motivo para comprenderlo.
Sin embargo, una intervención internacional efectiva contra la corrupción tendría que beneficiar antes que a nadie a la gente honesta de la Argentina, hoy atrapada, comprimida, aplastada por los saqueos desde arriba y desde abajo. Se trata de esas multitudes silenciosas que nunca aprovecharon cargos públicos para su enriquecimiento, ni se sumaron al vandalismo contra los comercios, ni pidieron una comisión indebida, ni falsearon datos para conseguir un beneficio, ni sobornaron a un agente de tránsito, ni se anticiparon a otro en una cola, pero que sufren diariamente todos esos actos y muchos más de parte de sus conciudadanos. Tal vez sean minoría: es muy probable, pero ésa es una razón adicional para merecer protección.
Muchos dicen que la gente honesta es responsable por omisión cuando no lucha en forma suficiente contra la indecencia de sus gobernantes. Pero tal implacable juicio choca en la Argentina contra una realidad bien compleja. ¿Seremos culpables, por ejemplo, de no haber dado un "cacerolazo" a cada uno de nuestros gobiernos? Puede ser, pero tengamos en cuenta que el "cacerolazo", sin restarle su mérito, puso fin a un gobierno cuyo desgaste era ya extremo. ¿Qué defensa tienen los pueblos contra gobiernos fuertes y corruptos? ¿Será suficiente con las elecciones? De sobra sabemos que los partidos políticos se pasan el poder como en esos juegos en los que nunca toca la pelota el que queda en el medio, que es el pueblo. Ni aun bajo una lluvia de votos en blanco, nulos e impugnados los partidos quisieron desmontar las listas sábana, que es el mecanismo que impide el control ciudadano.
¿Seremos culpables por no promover todos los días una catarata de denuncias ante los tribunales, en un país en el que, como suele decir el juez Julio Cruciani, los que más dicen creer en la Justicia son los corruptos?
Tenemos que fortalecer las herramientas internacionales de forma tal que permitan a los pueblos defenderse de sus gobiernos.
Hasta que se firmó la Convención Interamericana contra la Corrupción, en 1996, pocos imaginaban que la deshonestidad pública podía resultar un tema de interés más allá de las fronteras de un Estado. Sin embargo, la Organización de los Estados Americanos (OEA) impulsó ese instrumento a fin de promover la paz y el desarrollo de los países de la región, facilitar la cooperación internacional para impedir la impunidad de la corrupción y cortar sus lazos con el crimen organizado, así como evitar las distorsiones al comercio mundial.
Jurisdicción global
En ese acuerdo, las naciones de América se comprometieron a penalizar los delitos contra la administración pública y cooperar en las investigaciones dando información, concediendo extradiciones y levantando el secreto bancario. También se obligaron a adoptar medidas preventivas tales como registros públicos de declaraciones patrimoniales de funcionarios, sistemas transparentes y equitativos para las compras del Estado y protección a los denunciantes.
Es mucho lo que se consiguió, pero no fue bastante para nosotros o no llegó a tiempo.
En este momento, cuando las Naciones Unidas comenzaron a gestar una convención global contra la corrupción, sería deseable que se avanzara hacia una jurisdicción internacional en la materia.
No necesariamente se trata de someter a funcionarios públicos a tribunales internacionales. Pero las Naciones Unidas darían un paso extraordinario si consiguieran generar una comisión que cumpliera al menos dos objetivos que los Estados corruptos difícilmente tomarán en serio: la protección y recompensa de los denunciantes y la individualización e incautación de bienes procedentes de la corrupción.
Así como la Corte Interamericana o la Corte Europea de Derechos Humanos procuran la protección de personas que pueden considerarse agredidas por sus propios Estados, debería ampararse de manera especial a los denunciantes, que en los países corruptos están en una situación de extrema indefensión. Pero, al mismo tiempo, un organismo internacional tendría que estar dotado de facultades para detectar bienes en poder de funcionarios corruptos o de sus testaferros, y de los cuales los Estados han sido desposeídos. En ese camino, los ciudadanos particulares, las organizaciones no gubernamentales y hasta los organismos de investigación de otros Estados deberían estar facultados para denunciar y accionar ante la jurisdicción internacional a fin de conseguir la incautación y devolución de los bienes a su lugar de origen, con la consiguiente recompensa.
Los propios acreedores externos de un país podrían perseguir los bienes en poder de funcionarios corruptos y subrogarse en el derecho de un Estado para cobrar con ellos parte de su crédito.
Estado contra nación
Lamentablemente, no es todavía ésta la tendencia y nos queda un largo camino por recorrer. El argumento de la soberanía retrasa el avance hacia soluciones de este género, como si hubiera soberanía cuando un Estado opera contra la patria y la nación. Pero se trata sólo de un retraso. Soluciones de este tipo, tarde o temprano, llegarán.
Mientras tanto, sería conveniente una enérgica acción del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial a fin de indagar las posibilidades y el grado de corrupción de los Estados antes de otorgar un desembolso cuyo destino pueda resultar dudoso. En forma incipiente, estos organismos han advertido la necesidad de hacerlo, y lo expresaron. Falta ahora que desarrollen plenamente los mecanismos y las estructuras adecuados para objetivos tan ambiciosos como imprescindibles.