¡Dele un poco de Ozawa a su vida!
La ola orientalista de los late sixties y los early seventies le sentaban bien al director Seiji Ozawa. No podría decirse de él que haya sido para la música clásica lo que el truchimán Daisetsu Teitaro Suzuki fue para una generación (más bien para varias, y aun anteriores) ávida de emociones budistas, pero a los jóvenes de la Costa Oeste con inquietudes de entonces (jóvenes de entonces e inquietudes de entonces) les gustaba. Usaba flequillo, prefería las tricotas a las camisas y la Boston Symphony Orchestra hizo una campaña publicitaria con la consigna "Put a little Ozawa in your life!" [Dele un poco de Ozawa a su vida]. Su entrée en Estados Unidos había ocurrido gracias a Charles Munch, precisamente al frente de la Orquesta Sinfónica de Boston, y pronto se convirtió en uno de los asistentes de Leonard Bernstein en la Filarmónica de Nueva York. Su primer maestro había sido Hideo Saito, campeón del repertorio alemán, y más tarde fue el protegido del coloso Herbert von Karajan. Ozawa podía dirigir lo que quisiera (recordemos que un tour de force suyo fue el estreno de la ópera Saint François d’Assise, de Olivier Messiaen) pero su corazón musical estaba del lado de Brahms, de Beethoven, de Richard Strauss y de Mahler, a quien descubrió no merced Bernstein sino al uruguayo José Serebrier.
Pero no es el lugar de enciplopedismo biográfico. Ozawa es el objeto de Música, sólo música (Tusquets), el libro del narrador Haruki Murakami recién traducido al castellano. El título de la edición española (el libro salió en japonés en 2011) es engañoso, oculta el nombre de Ozawa y disimula lo que en realidad es: una conversación entre los dos en la que Murakami, con sensatez, ocupa el lugar subsidiario, aunque insustituible, del entrevistador.
La primera charla fue el 16 de noviembre de 2010, en la casa del escritor en Kanagawa, al oeste de Tokio. Ozawa había suspendido sus actuaciones para recibir tratamiento por un cáncer de esófago. Había tiempo. En los primeros encuentros, Murakami elige un disco, lo pone y conversan; después ponen otro y comparan versiones de la misma pieza. El primero es el Tercer concierto para piano de Beethoven, por Glenn Gould y Bernstein. En el prólogo, el novelista dice que Ozawa le agradeció porque nunca había hablado de música "de manera tan sistemática y organizada". En el epílogo, el propio Ozawa cuenta que se pasó días "sumergido en recuerdos". Ha de ser así. Con quienes hacen música pasa un poco lo que pasa con la propia música. Se dice vulgarmente que no tiene contenido, cuando en verdad su contenido es musical. El ejecutante o el director tienen un pensamiento sobre la música que hacen, que alcanza incluso a la música que hacen, pero no están habituados a traducir en palabras ese pensamiento, configurado por decisiones y actos musicales y nacido de ellos.
Ozawa es un hombre acción y, como tal, sus respuestas son más bien bruscas, pero ¡cuánto mejor que los charlatanes que de sombras suelen vestirse! Así, como hombre de acción, escucha también sus propias grabaciones, algo que no hacía jamás. Por ejemplo, en la versión del mismo concierto de Beethoven que hizo con Rudolf Serkin como solista observa lo siguiente: "¿Lo ve? La dirección está bien planteada, pero no hay audacia".
Murakami se comporta como un amanuense aplicado. Prodiga detalles, efectos de realidad, como cuando, tras poner el disco con La consagración de la primavera, de Stravinski, que Ozawa hizo con la Sinfónica de Chicago, consigna que el director le pregunta: "¿Puedo comer este arroz?" "Sí, por favor. Le prepararé un té".
Dos hombres se encierran a escuchar discos y a hablar de lo escuchado. No hay música sin memoria porque la música está hecha de lo recordado. Los discos son otro nombre de los recuerdos, y, diferencia notable, los recuerdos de Ozawa son fuera de serie. Claro que despunta una asimetría: un recuerdo notable para otros tal vez para él sea apenas un detalle sin importancia. En cualquier caso, cuenta anécdotas, muchas sobre Karajan: "El maestro Karajan siempre dirigía con los ojos cerrados porque sabía las partituras de memoria. Lo último que dirigió fue El caballero de la rosa. Yo estaba muy cerca de él y de principio a fin tuvo los ojos cerrados. ¿Conoce esa parte final en la que las tres mujeres cantan juntas? Ellas cantaban y miraban fijamente al maestro, pero él no abrió los ojos en ningún momento". "¿Contacto visual con los ojos cerrados?", pregunta Murakami. "No sé -responde Ozawa-, pero las cantantes no apartaron la vista de él en ningún momento. Lo miraban como si estuvieran conectadas con él a través de un hilo invisible". La anécdota sobrepasa la reverencia al maestro y a su figura imantada: es la prueba de la intimidad última de la música, su condición inmaterial, indiferente del tiempo, porque es toda tiempo, de los ojos que la leen y de las manos que la hacen.