Democracia, responsabilidad y honor
Por Ralf Dahrendorf Para LA NACION
LONDRES
Casi no pasa un día sin que nos enteremos de que en algún lugar del mundo ha renunciado un ministro. En cierto sentido, nada tiene de sorprendente. Después de todo, para citar sólo un ejemplo, los veinticinco Estados miembros de la Unión Europea tienen, en conjunto, centenares de ministros, tanto más si incluimos a los junior ministers (secretarios parlamentarios). Pero, ¿por qué renuncian? Y lo que es aún más llamativo: ¿por qué algunos no renuncian, aun cuando las circunstancias parezcan exigírselo?
A falta de estudios empíricos, las generalizaciones deben ser, por fuerza, conjeturales. A menudo, los ministros renuncian porque se ven involucrados en escándalos que, en estos últimos tiempos, por lo común tuvieron que ver con la financiación de los partidos políticos. En Italia, por ejemplo, nos topamos con varios espectros de antiguas fechorías de ese tipo.
A veces, los ministros renuncian por "motivos personales". Estos bien pueden ocultar otros factores más apremiantes, como habría sucedido con George Tenet y su reciente alejamiento de la dirección de la CIA. Sin embargo, Tony Blair perdió a Alan Milburn, uno de sus mejores y más fieles amigos dentro del gabinete, porque, sinceramente, él quería pasar más tiempo con su familia.
También perdió a sus ministros de Relaciones Exteriores, Robin Cook, y de Ayuda al Desarrollo, Clare Short. Ambos se marcharon impelidos por una grave discrepancia política respecto de la guerra en Irak. Sin duda, Cook sigue en carrera, si bien se mantiene a la expectativa.
En cambio, el ministro de Defensa británico, Geoff Hoon, y su par norteamericano, Donald Rumsfeld, permanecen en sus cargos. Ninguno de los dos, por cierto, está involucrado abiertamente en un escándalo manifiesto; tampoco discrepan con las políticas que fijaron sus líderes. Por el contrario, no sólo las apoyan: defienden obstinadamente hasta sus aberraciones, como el maltrato a prisioneros de guerra. Inician investigaciones, desplazan a generales o les imponen un retiro prematuro, someten a cortes marciales a quienes perpetraron los abusos, pero no parecen sentirse obligados a responder a los miembros del congreso norteamericano o del Parlamento británico, y menos aún a la gente, que se preguntan si no es hora de que se vayan.
El caso de los crímenes cometidos en Irak es particularmente dramático. Otros casos menos obvios apuntan en igual sentido. El ministro de Transportes alemán presidió el fracaso catastrófico y costoso de un sistema de peaje cuya implantación había anunciado con orgullo. No obstante, habiendo achacado el desastre a otros (en este caso, a las empresas privadas), podría permanecer en el cargo para repetir el intento. Si un ministro no se ve involucrado directamente en algún suceso inaceptable, puede eludir el castigo (o, al menos, así parece) señalando con el dedo a los burócratas o contratistas responsables de llevar a cabo una política aprobada.
¿Siempre ha sido así? Nos gustaría suponer que no. En todo caso, nos vienen a la memoria dos conceptos éticos, ninguno de ellos muy en boga que digamos en estos tiempos cuando de gobiernos se habla: la responsabilidad y el honor. Ambos valores son, o al menos solían ser, parte integral de la ética en el ejercicio del poder.
La responsabilidad se refiere al hecho de que los ministros deben responder por todo cuanto suceda dentro de su esfera. De hecho, son los únicos responsables, en el sentido estricto del término. En los sistemas parlamentarios, pueden y deben comparecer ante los representantes elegidos por el pueblo y explicar lo ocurrido.
Al ser ellos los únicos responsables directos, ante un caso dado, no basta que un ministro señale y nombre a los bribones. Los funcionarios públicos no pueden defenderse de la misma manera: tienen que ser defendidos por sus ministros. Si el hecho es tan grave que a un ministro le resulta imposible defender a sus funcionarios, quizás éstos deban ser castigados pero, aun así, el ministro debe asumir la responsabilidad.
Cabe suponer que Rumsfeld no toleró, y menos ordenó, los abusos de prisioneros iraquíes. Tal vez surja el interrogante molesto de si no habrán pasado por su escritorio instrucciones o informes que contuvieran datos pertinentes. Sea lo que fuere, en última instancia, el ministro es el único responsable de lo ocurrido bajo su mando. No puede eludir esta responsabilidad, aun cuando se identifique y procese a quienes cometieron los abusos.
Aquí entra en juego el segundo concepto ético: el honor. Esta palabra quizá suene un tanto anticuada. En el caso de Rumsfeld, viene a decir esto: es posible que la ley o la Constitución no obliguen a un ministro responsable a renunciar por los escandalosos abusos contra iraquíes, pero en otros tiempos su renuncia se hubiera considerado una cuestión de honor. Tal paso demuestra no sólo que el ministro en cuestión es plenamente consciente del peso de su responsabilidad, sino también que antepone la integridad de las instituciones democráticas a su interés personal. Y ni hablar de las perspectivas electorales de aquellos a quienes ha servido.
La democracia es un conjunto de valores a la vez preciados y precarios. Si queremos inducir a otros a adoptarla, conviene demostrarles que no creemos solamente en las elecciones y las mayorías. También creemos en las virtudes de la responsabilidad y el honor.
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