Deslumbrado en el gran museo
MEXICO
Por séptima vez visitaba el renombrado Museo de Antropología inaugurado en esta ciudad hace más de cuarenta años, durante le presidencia de Adolfo López Mateos. Es una peregrinación que nunca dejo de cumplir cada vez que paso por el Distrito Federal. Había terminado de leer en la prensa local una noticia que no tenía relación con los museos: alrededor de 42 mil policías en funciones podrían tener graves antecedentes penales y ya se habían girado oficios a todos los gobernadores para verificar esa horrible información. El gobierno está empeñado en hacer frente a la corrupción que envenena el espacio público y algunos ya opinan que se le va la mano en el rigor de algunas acciones, porque la institución nacional de la “mordida” es un lubricante mágico que ciertas personas evocan con nostalgia; en forma abierta opinan que la moral y la eficiencia suelen repelerse. Dicen que la mordida es parte irrescindible de la “cultura” local. Esto, manifestado sin pudor, subleva y deja perplejo.
Entonces tomé distancia mientras trepaba los anchos escalones del museo y me sumergí en otra cultura, la cultura rica y plural de este país que ya tiene cien millones de habitantes. Los delitos policiales que ahora se investigan terminarán como un dato menor y breve, igual a las pavesas que brillan y se apagan en segundos. Importa la galaxia del México milenario –me dije–, la que pulsa viva en la genialidad museológica revelada por este museo y por cada una de las exhibiciones que salpican la geografía del país. Este Museo Nacional de Antropología es un ombligo que no deja de alhajarse con nuevas adquisiciones para nutrir a quienes recorren sus salas resplandecientes de maravillas. Desde su inspirada concepción original hasta la apertura de nuevas dependencias, cada ángulo donde se estaciona el ojo brinda las evidencias de una marcha humana incesante que se abre como un abanico, y donde es perpetuo el deslizamiento temporal, diacrónico, cada vez más complejo, cada vez más fabuloso.
En contra de quienes permanecen anclados a la antigua concepción de los museos, donde parecería dominar el sepulcro sobre la vida, las cuatro décadas de este monumental repositorio contestan elocuentes con una obstinada renovación. Las propuestas científicas son objeto de un debate permanente y, gracias a ello, se mantienen actualizados los conocimientos sobre las migraciones del mundo prehispánico y la formación de incontables pueblos indígenas. Las pruebas del cambio y la diversidad que se manifiestan a través del tiempo confirman los conceptos adquiridos sobre hominización y humanización, con admirable capacidad de adaptación a los desafíos de la circunstancia. No faltan datos sobre la invención de herramientas, los escorzos de la vida en sociedad, la aparición y multiplicación del lenguaje, la domesticación de los animales, el descubrimiento de la agricultura, la construcción de las primeras ciudades, la floración de los mitos y el portentoso estallido del pensamiento abstracto, hechos que aceleraron el progreso hasta las cumbres que merecen el nombre de civilización.
Las numerosas salas –incluidas las nuevas– mantienen una articulación histórica y cultural, que no siempre coinciden. Por ejemplo, vale la pena detenerse en el colorido salón dedicado a los nahuas. Como el resto de los habitantes de América, ese grupo fue descendiendo durante siglos y hasta milenios desde el helado Estrecho de Bering hacia el sur cada vez más cálido. Los nahuas son herederos de una tradición muy rica y se calcula, sobre la base de censos más o menos confiables, que aún existe un millón y medio de personas que incorporan como primera lengua el náhuatl, la más numerosa entre las muchas lenguas habladas en el país como lenguas madres, antes que el español. La mayoría de este pueblo vive en la región central y sureña, pero a su vez ha desarrollado formas distintas de vestirse, cultivar la tierra y relacionarse con el resto de la sociedad mexicana, debido a que habita regiones diversas, como la montaña y el mar, la jungla y el desierto.
En la sala dedicada a su estudio abunda información sobre la evangelización que atravesó sus aldeas desde el siglo XVI, los rituales antiguos todavía en uso, el valor simbólico del maíz, la producción artesanal, que asocia viejos motivos con audaces exploraciones creativas, el estilo práctico de sus viviendas y, por último, el impacto que ejercen con su presencia y sus productos en el resto de la cultura nacional. Por ejemplo, la fiesta –que ha descrito con arte Octavio Paz– es un acontecimiento de extraordinaria energía y muy afín con la mentalidad de los nahuas.
Las fiestas religiosas, siempre y en cualquier latitud, mezclan épocas y tradiciones; cocinan sincretismos y articulan concepciones; reinterpretan los mitos y atizan el fervor del espíritu. Entre los nahuas también tiene un papel decisivo la máscara, elemento que han tomado otros pueblos indígenas y aceptan con entusiasmo los mestizos e inmigrantes. La máscara permite asumir las características y el comportamiento que suelen estar vedados, facilita la expansión del deseo y el enjoyamiento ceremonial. Se ha dicho con razón que la fiesta aporta consuelo y alimenta las agotadas fuerzas para seguir con vida. Jamás falta entre los pobres; jamás la descartan los ricos.
La etnografía es un componente vigoroso de este museo y se ocupa de las poblaciones existentes, no de las desaparecidas. En numerosos espacios, esta ciencia despliega sus investigaciones sobre los nahuas y demás nominaciones que extienden su presencia por los meandros de la república. Son pueblos para los que el español es la segunda lengua, como dijimos, respecto de la que utilizan en el trabajo y las relaciones con los demás mexicanos; pero cuando regresan al hogar, esa gente descansa y disfruta las palabras del otro lenguaje, el que remite a los siglos que se hunden en un misterio infinito lleno de secretos. El estudio etnográfico se refiere a los seres vivos y, por lo tanto, analiza la herencia biológica, la constitución corporal, los problemas de salud y, sobre todo, la lengua, a partir de la cual se tiene acceso a mitos, leyendas e historia.
A lo largo de miles de años hubo innumerables contactos, intercambios, peregrinajes y guerras de conquista. Los objetos monumentales dedicados al sacrificio, el calendario y la exaltación del poder dejan atónitos. Pero además de provocar admiración, confirman que en esas culturas prehispánicas no se gozaba del paraíso terrenal, como idealizó Jean-Jacques Rousseau en sus descripciones oníricas del “buen salvaje”. El buen salvaje fue una invención desafortunada, ingenua y dañina, porque sedimentó la convicción falsa de que el pasado fue siempre mejor. Esa certeza equivocada favorece las tendencias reaccionarias, regresivas, que pretenden volver a etapas que ya fueron superadas. Supone que los conflictos y sufrimientos actuales no existían antes y son la consecuencia del progreso y la complejización de la existencia. En ese error se basan ciertas corrientes indigenistas, enfermas de inmadurez política y drogadas por el martilleo populista-demagógico que aspira a conseguir el bienestar mediante una absurda marcha atrás de las agujas del reloj. Las culturas primitivas, incluso el improbable islote donde vivió algún buen salvaje, las culturas prehispánicas y las que siguieron a la Conquista, ninguna de ellas pudo esquivar la ley de la evolución, la ley impuesta por el rodar del tiempo. El apotegma de Heráclito no sólo rigió en la antigua Grecia.
La refutación al concepto de la arcadia perdida (que desean reconstruir los antropólogos estructuralistas, opuestos al devenir de la historia), se aprecia en la sala Mexica. Allí relumbra el período que los arqueólogos llaman posclásico tardío (1300-1521), es decir, el inmediatamente anterior a la llegada de los españoles. Entonces no había paz ni armonía, ni nada que evocase al Edén. Por el contrario, se caracterizaba por el dominio de un militarismo enardecido. Las principales deidades patrocinaban las guerras y las conquistas. Los ritos giraban en torno de la captura de prisioneros. El sacrificio humano se transformó en el eje rector de las ceremonias solemnes y el más entusiasta espectáculo de las multitudes. La muerte era considerada una bendición; no se la temía ni evitaba. La organización social y política se estructuraba sobre la base de las jerarquías militares, formadas por hombres jóvenes, agresivos y llenos de coraje. La producción iconográfica también se concentraba en esta línea y regala un testimonio abundante sobre su sanguinaria tonalidad. En este contexto inmisericordioso, donde no se aceptaba la sensibilidad por el dolor ajeno, surgieron los llamados mexicas, conocidos también como aztecas o tenochcas. Este pueblo guerrero fundó su ciudad capital en el año 1325 y la llamó México-Tenochtitlán. La confrontación con los agrupamientos que la rodeaban fue inmediata y feroz. En el siglo XV ya se puede hablar del mundo mexica, porque había logrado imponerse en gran parte de Mesoamérica.
Esa capital ya había estado habitada. Sus recursos fueron laboriosamente explotados antes de la conquista azteca. Una temprana orientación y planificación de la futura ciudad, concebida como modelo del universo, dio origen a la erección de las gigantescas pirámides del Sol y la Luna. El control de las minas de obsidiana permitió la producción de materiales y armas que brindaban superioridad tecnológica. No obstante, hay pruebas de conflictos internos incesantes, incendios y demolición de edificios que llevaron a sucesivos colapsos; el último, protagonizado por Moctezuma y Cuauhtémoc.
La muerte, que tanta presencia obtuvo en este país, no es, por lo tanto, sólo el producto de la revolución de 1910, como suele creerse. La historia, la literatura, el folklore y el humor negro se han ocupado de brindarle un notable relieve. Pero estaba ya arraigada en la cosmovisión prehispánica, como se aprecia en el Museo. El universo de la muerte, para los aztecas, se llamaba Mictlán, ubicado en el noveno plano del inframundo, el más hondo de todos. En él reinaban los potentes Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl. Cuando moría un familiar, se iniciaba un rito fúnebre que duraba cuarenta días, lapso que posee una misteriosa coincidencia con los existentes en la Biblia, pero se diferencia de ellos porque empezaba con el sacrificio de un animal y la quema del difunto.
Las salas nuevas invitan a otras visitas, pero yo tenía que regresar a la UNAM y seguir debatiendo en la Conferencia sobre la Diversidad Cultural en los tiempos modernos. Al descender por los escalones de piedra dejaba a mis espaldas un sitio donde no sólo se atesoran conocimientos sobre el pasado, sino fuentes que ayudan a ensanchar el campo visual. Un ensanchamiento necesario para enfrentar en la vida cotidiana la corrupción, las bajezas de la lucha política y las paradojas de repudiar en público al Nafta, para consumo de los “giles”, y el reconocimiento en voz baja de sus irrefutables beneficios. También es parte de la antropología.
Desde ahora, los viernes
- Los artículos de Marcos Aguinis, que se venían publicando regularmente los jueves, de modo quincenal, aparecerán desde hoy cada dos viernes.
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