Después de los talibanes
NUEVA YORK.- Suelen calificarlo de "Estado en bancarrota" y explicar con ello la enorme influencia que adquirieron en él los terroristas. Pero un país no quiebra por voluntad propia, ni se debilita por causas desconocidas. Si un país quiebra, es por razones definidas e identificables. Razones que es preciso abordar, para que Afganistán renazca.
Veinte años de invasión, guerra civil y sequía arruinaron sus instituciones. Millones de afganos se apiñan en campamentos para refugiados o son desalojados de sus hogares. O bien, sobreviven enfermos y pobres, muchos en niveles de inanición. Los campos minados profanan el paisaje. Por estas y muchas otras razones, reconstruir la economía afgana exigirá el esfuerzo adicional de reinventar sus instituciones políticas y culturales. Sin embargo, ese esfuerzo colosal estará condenado al fracaso si sus vecinos intervienen de modo tal que provoquen un nuevo cataclismo económico.
Afganistán no es un lugar para soluciones rápidas. Reconstruirlo será, por fuerza, costoso. Debemos olvidar toda idea de que la coalición antiterrorista podrá sacarlo de apuros tan prontamente como Occidente lo abandonó a su suerte diez años atrás, tras la retirada soviética. Occidente debe permanecer a su lado hasta que la reconstrucción se afiance. De lo contrario, corre el riesgo de que retornen el caos y la violencia, esta vez en una región más desestabilizada, como lo demuestran los problemas actuales de Paquistán.
Agricultores hambrientos
Hay tres problemas prioritarios. El más importante es alimentar al pueblo, tanto en territorio afgano como en los campamentos de refugiados establecidos fuera del país. Se está prestando ayuda humanitaria, pero hay que montar un sistema de distribución a salvo de la rapacidad de los caudillos. En verdad, ya les han asignado una participación excesiva en la distribución de la ayuda. Tal vez resulte difícil quitarles este poder, pero hay que hacerlo.
El segundo problema es reubicar a los refugiados afganos que hoy viven en Paquistán e Irán, así como a los desplazados dentro de Afganistán. Para lograr este objetivo, debemos reanimar la economía agrícola y, con ella, la agroindustria, proveedora de trabajo y alimento. Aquí tropezamos con el tercer problema: retirar los millones de minas que dejó la invasión soviética.
Occidente tiene un gran incentivo para ser generoso con los campesinos pobres. Si no los ayudamos, los agricultores hambrientos podrían recaer en el cultivo de adormidera, un cultivo de venta inmediata muy confiable y que desde hace añares es uno de los productos principales de la economía de los señores de la guerra. Su eliminación no sólo ayudaría a los agricultores y a Occidente, empeñado en reducir el consumo de heroína: también ayudaría al bisoño gobierno afgano en su lucha por reafirmar su autoridad nacional frente a los caudillos. Después de todo, un jefe quebrado no puede comprar armas ni sobornar a la gente para asegurarse su lealtad.
Si queremos reavivar la economía, también necesitaremos inversiones importantes en infraestructura. Habrá que construir viviendas a un ritmo acelerado, en particular para los refugiados que regresen. Kabul, Mazar-e-Sharif, Herat y otras ciudades tendrán que ser reedificadas como centros de la vida económica y cultural. Y, en las aldeas, proveer viviendas en cantidades masivas.
Para restaurar el comercio, habrá que revitalizar los caminos, aeropuertos y comunicaciones. El sistema educativo debe ser rehecho casi desde foja cero. Con tantas mujeres ansiosas por volver a ejercer la docencia, un sistema educacional renacido también coadyuvará a que los políticos democráticos de Afganistán adquieran un poderoso lobby laboral. Debería prestarse especial atención a las escuelas primarias y bibliotecas situadas fuera de las ciudades.
Afganistán carece de un centro político fuerte. Su reconstrucción plantea, pues, dificultades peculiares. Los planificadores deberían aprovechar esa descentralización y hacer hincapié en la participación del sector privado. Un sistema descentralizado responderá mejor a las necesidades locales y evitará un sector público demasiado burocrático. Eso sí, no hay que dejar que regiones económicamente autónomas se constituyan en una amenaza a la unidad nacional, cosa que haría el juego a los señores de la guerra y perjudicaría a las regiones más pobres.
Aporte tangible
En última instancia, Afganistán posee recursos explotables. Podrían efectuarse cateos de petróleo y gas, y extraerse mineral de hierro y metales preciosos. Estas actividades deberían investigarse dentro de un marco de desarrollo económico de toda el Asia Central. Ciertamente, Afganistán debe incorporarse al oleoducto regional y otros proyectos de desarrollo. Los afganos pueden hacer un aporte tangible, reabriendo la ruta Norte-Sur que conecta las economías del Asia Central, ricas en recursos, con India y Paquistán, dos países densamente poblados.
Nada de esto será posible si no desarmamos a los muchachos afganos y les damos trabajo productivo. Es indispensable atraer a los profesionales y técnicos exiliados, a fin de que ayuden a rehacer el país fundando pequeñas empresas que absorban a los desocupados. Probablemente su compromiso en esta tarea ayude a sustentar el derecho de la mujer a participar, lícita y plenamente, en la vida económica y política, como lo hacía antes de 1978.
Por último, los países donantes deben aplicar las lecciones aprendidas al reconstruir los Estados de la ex Yugoslavia, arrasados por la guerra. Es preciso coordinar los subsidios y el planeamiento, y asegurarse el consentimiento de los países vecinos. Si pasamos por alto a estos últimos, correremos el riesgo de que los intereses regionales vuelvan a incitar el caos. Estados Unidos debería convocar a una conferencia internacional sobre Afganistán, auspiciada por las Naciones Unidas. Además de afirmar su integridad territorial, se cerciorará de que los compromisos de los donantes estén a la altura de la tarea por emprender y se cumplan.
Hace una década, Occidente volvió la espalda a Afganistán y vino el caos. Abandonarlo otra vez sería un desatino criminal.
© Project Syndicate y LA NACION
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
Ishaq Nadiri es profesor de economía en la Universidad de Nueva York y asesor económico del presidente de Afganistán, Hamid Karzai.