Días de odio en Venezuela
CARACAS.- Venezuela está dividida en dos facciones tan enconadas e intransigentes que la guerra civil parece inevitable. Los opositores no toleran que el presidente Hugo Chávez Frías persista en el cargo para el que fue elegido dos veces por una clara mayoría. Sostienen que cada acto de su gobierno es un paso atrás sin remedio para el país y están decididos a seguir hostigándolo. La más caudalosa de las manifestaciones de protesta, el 11 de abril, cobró dieciocho muertos. Tampoco los partidarios de Chávez están quietos. Si el presidente renunciara por la fuerza, como estuvo a punto de suceder al día siguiente, el 12, es posible que se lancen otra vez a las calles a rescatarlo y se tornen incontenibles los asaltos a comercios, las invasiones de casas o los combates abiertos.
Los adversarios acusan al presidente de incompetencia, de demagogia y de un discurso soez que ha encendido el odio entre las clases sociales. También sostienen que ha desarticulado la economía, acentuado la corrupción en vez de acabar con ella -como prometió- e improvisado políticas de ayuda social que alivian la vida de unos pocos y arruinan a las mayorías. En todos esos puntos tienen parte de razón, porque Chávez es quizá bienintencionado pero no sabe cómo usar el inmenso poder que le ha caído en las manos. Es inapropiado acusarlo, sin embargo, de que quiera convertir a Venezuela en una segunda Cuba, no porque le falten ganas sino porque jamás se atrevería.
Quienes lo apoyan señalan que Chávez ha entronizado en ellos, los más desamparados del país, un sentido de dignidad que nunca conocieron. Ha repartido alimentos, ha construido casas y ha concedido préstamos a bajo interés, con lo que permitió a los pobres convertirse en súbitos empresarios. Pero esa política benefactora, que tantas semejanzas tiene con la de Evita y Juan Perón, ha olvidado enseñar primero cómo usar la imaginación para sacar provecho de los préstamos. El dinero se ha empleado, por lo tanto, en lo que parece más fácil y seguro: comprar al por mayor y vender al por menor.
Tanto Caracas como Valencia y Maracaibo, las tres mayores ciudades del país, están saturadas ahora de carpas y tiendas precarias, como en los zocos árabes, con la desventaja de que estas nuevas tiendas se alzan a la entrada de otras que ya estaban antes, y que pagan impuestos y salarios. "Nos hemos convertido en la carroña de los buhoneros", se queja en Sabana Grande un comerciante que hasta hace poco era un próspero vendedor de zapatos. Delante de sus puertas, interrumpiendo el acceso al negocio y cubriéndole los escaparates, hay tres puestos desarmables que venden ropa interior, repuestos para bicicletas y juguetes coreanos.
Lo que pasó entre el 11 y el 13 de abril es algo que todavía los venezolanos entienden a medias. Desde la mañana de ese primer día hasta la caída de la tarde hubo casi un millón de personas colmando las grandes avenidas de la ciudad para exigir la inmediata destitución del presidente. Algunos francotiradores apostados en las cercanías del palacio presidencial dispararon contra los manifestantes y éstos replicaron, impregnando Caracas de gases y de sangre. Desbordado por las protestas, Chávez se presentó voluntariamente a la guarnición de Fuerte Tiuna, a la espera de que los militares decidieran su destino.
Al parecer, en las primeras horas de su virtual arresto, el presidente estaba decidido a irse del país. Al menos dos tercios de las fuerzas armadas no sabía qué posición asumir. Cuando algunos oficiales rebeldes trataron de forzarlo a entregar la renuncia y amenazaron con enviarlo a la isla de la Orchila, que había servido de alojamiento temporario al dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958, el presidente se negó. Su firmeza le aportó los votos militares que le hacían falta para resistir. El patético gobierno que lo sustituyó por algunas horas -y que actuó con un autoritarismo tan torpe como inesperado- acabó por afirmarlo en el cargo.
El sábado pasado se repitieron las protestas, aunque con menos beligerancia. Alrededor de ciento cincuenta mil personas, tal vez más, marcharon hacia la avenida Bolívar, uno de los centros históricos de Caracas, amparadas en el artículo 350 de la Constitución, que consagra el derecho a la rebeldía. La mayor parte de los manifestantes iban vestidos de negro, en señal de duelo por la insistencia de Chávez en seguir gobernando y en conmemoración de los caídos durante la marcha del 11 de abril. Todos exigían un referéndum que revocara el mandato del presidente o al menos lo acortara a agosto de 2003, cuando se cumple la mitad del período para el que fue elegido. Sabían que no será fácil lograrlo: las encuestas más serias siguen asignando a Chávez un respaldo superior al 40 por ciento.
Gritos y armas
Al mediodía de aquel sábado oí gritar a un grupo de damas, a la entrada del metro de Altamira: "Que se muera ese hombre de una vez. Hay que salvar a Venezuela de esta pesadilla". Más hacia el oeste, en el metro de Bellas Artes, donde solían confluir las personas que iban los fines de semana a los museos, la cinemateca y los teatros del complejo Teresa Carreño, leí en dos enormes pancartas estas consignas inquietantes: "Chávez, Satanás,/ vete al infierno a gobernar" y "El evangelio según Chávez es: odiaos los unos a los otros".
En la zona este de la capital, donde se concentra la burguesía alta y media, se han agotado las armas largas y en casi todos los edificios de condominio hay patrullas organizadas para defenderse de los posibles asaltos que sobrevendrán cuando Chávez se marche, como todos esperan. En un décimo piso de la Alta Florida, otra urbanización de residencias acomodada, una señora de aspecto grave, que regresaba de tomar la comunión en una iglesia cercana, me mostró las dos grandes pailas de aceite que arrojará sobre "las hordas que defienden a ese zambo [una alusión racista al presidente, por su origen negro e indígena] cuando vengan a invadirnos la casa".
El terror tal vez sea exagerado, pero no carece de fundamento. En los cerros que dominan el angosto y vulnerable valle de Caracas hay patrullas armadas conocidas como "los círculos bolivarianos". Todas ellas disponen de arsenales poderosos. Los habitantes del este suponen que esas armas han sido distribuidas por los adictos al presidente para la eventual batalla decisiva, pero no hay pruebas de eso. Una de las más recurrentes pesadillas de la burguesía caraqueña alude al "día en que bajen de los cerros" aquellos que tienen menos, apoderándose de todo lo que encuentren a su paso. Algo así pasó en 1989 y acabó en una matanza de cuatrocientas o dos mil personas: nunca se sabrá la cifra verdadera. Podría suceder otra vez, pero de peor manera, porque las facciones a favor y en contra de Chávez están fuera de control.
La mecha del incendio podría ser encendida por un hecho insignificante, como en 1989, cuando todo empezó con una protesta por el aumento en el precio de los autobuses. O podría ser desatada por un asesinato político, como sucedió en la España de 1936. Algo que atenúa el peligro es la actitud del propio presidente, que siempre ha sabido plegar las velas a tiempo. En 1992, cuando encabezó un golpe fallido contra el presidente Carlos Andrés Pérez, se rindió antes de luchar. Lo mismo hizo el 11 de abril, cuando creyó que se había quedado sin apoyo militar.
Pero ahora quizá ni siquiera una renuncia a tiempo sea suficiente. Los adversarios de Chávez no se quedarán tranquilos mientras el presidente, que tiene menos de cincuenta años, siga vivo y pueda regresar, con más fuerza que antes. Algunos venezolanos lúcidos han empezado a crear una fuerza de transición -que llaman Comisión de Paz-, que mantendría intactas las conquistas sociales de los últimos años a la vez que limpiaría los focos de corrupción y autoritarismo que están haciendo pedazos el país.
Hace tres años parecía que Venezuela estaba a las puertas de un cambio saludable. La incapacidad o la belicosidad del presidente han destruido una oportunidad de oro. Ahora, el país está envenenado por el odio, y ésa es una enfermedad para la que no hay finales felices.