Digamos la verdad
Esto es solo un epígrafe al pie de una foto compleja, pero incluso en los sistemas más enmarañados aparecen patrones. Permítanme pues esta breve anotación al margen de la realidad nacional. Solo para que conste y para que, tal vez, empecemos a prestarle un poco de atención.
Quiero hablarles de decir la verdad. No de la verdad en general, porque ahí nos enredaríamos en docenas de cuestiones filosóficas y lógicas y terminaríamos en un debate bizantino. Esto es mucho más simple. Solo decir la verdad. Por algún motivo hemos normalizado la devaluación de la palabra. En la Argentina no es demasiado grave mentir. Faltar a la verdad habita entre la picardía criolla, la excusa ingeniosa y el recurso de campaña válido.
Pero mentir está mal. Mentir está muy mal. No tengo idea de por dónde empezaremos a resolver el sinnúmero de problemas que nos aquejan, pero estoy persuadido de que si la palabra –nada menos que la palabra, que nos hace humanos– no se convierte en nuestra moneda social más robusta y confiable, todo esfuerzo por prosperar estará contaminado por otro rasgo que nos caracteriza y que probablemente es fruto de la devaluación del discurso: el descreimiento resignado, el escepticismo fatalista.