Dólar e inflación, cóctel peligroso
Es pura casualidad que justo en estos días, cuando surgen aquí y allá señales de una preocupante reactivación del círculo vicioso entre inflación crónica y dolarización de la economía -círculo que, con distintas variantes e intensidades, signó la vida económica de nuestro país en la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX- se cumplan diez años del colapso del régimen de la convertibilidad y del ingreso en un largo ciclo de expansión que todavía hoy disfrutamos y que, bajo el lema inicial de la "pesificación", pareció para algunos poder dejar atrás definitivamente los problemas recurrentes de inestabilidad y estancamiento propios de ese medio siglo.
Aclarémoslo por si hace falta: es imposible que la historia se repita. Ni las circunstancias externas ni la situación local actual tienen muchas similitudes con aquella etapa. Pero eso no quiere decir que no haya punto de comparación, ni que, contra la voluntad puesta en dejarlo atrás, el pasado no pese, tanto en los comportamientos de los funcionarios como en los de los actores económicos y los ciudadanos en general. Mirar atrás, tratar de comprender sin esquematismo qué fue la convertibilidad, por qué y cómo pasó de ser una mágica solución a una terrible maldición, tal vez ayude a pensar mejor los pros y los contras de las decisiones que se tomaron tras su colapso, y de las que se siguen tomando.
Lo primero que habría que decir al respecto es que también ella nació, contra lo que podría creerse a primera vista, como un intento de pesificar la vida económica nacional: partía de asumir que ya nadie confiaba en el valor de la moneda local ni en ninguna promesa que los gobiernos hicieran sobre su voluntad de defenderla; y proponía un camino para recuperar esa confianza tomándola prestada del dólar. Es decir, aceptaba la dolarización de hecho, pero no para reproducirla en el tiempo, sino para usarla en dirección a recrear una moneda local.
Así, prohibiendo "para siempre" el recurso utilizado por todos los gobiernos previos de devaluar masiva y reiteradamente el tipo de cambio, el dólar iría con el tiempo transfiriendo confianza al peso, los ciudadanos y actores económicos serían crecientemente indiferentes a la opción de operar con una u otra moneda, y llegaría un momento en que la regla de cambio fijo sería prescindible. Como prometía Cavallo, llegado a ese punto el peso podría flotar como muchas otras monedas lo hacen frente al dólar, y hasta llegar a valer más que él. Algo que aquí y ahora mueve a risa, pero sin ir más lejos es lo que han ido logrando en los últimos años más y más países de la región.
Claro que, para que eso funcionara había que hacer una cantidad de cosas más después de renunciar a las mega-devaluaciones: había que tornar solvente al Estado, crear un mercado financiero y uno de capitales en pesos, lograr que en el ínterin el cambio fijo no resultara demasiado dañino para la competitividad internacional de la economía, etc.. Como se sabe, mucho de eso no se hizo. Y, lo que es más interesante del caso, en gran medida no se hizo debido al gran éxito inicial de la convertibilidad: ella resultó tan eficaz en frenar en seco la inflación y reactivar la economía que la coalición entonces gobernante se convenció de que no tenía sentido seguir haciendo esfuerzos para implementar medidas incómodas; al menos no mientras se pudieran compensar los déficits con privatizaciones y deuda.
Es cierto que el tiro de gracia al cambio fijo vendría finalmente del exterior, y se lo dio el "superdólar" de la segunda mitad de los años 90, que deprimió el precio de nuestras exportaciones y forzó a casi todas las economías con las que comerciaba la Argentina, y en particular a Brasil, a devaluar sus monedas (cuenta un funcionario de aquellos años que entrevistamos para el Archivo de Historia Oral, que los miembros más ortodoxos del gabinete de Menem habían saltado de alegría cuando se enteraron del triunfo de Bill Clinton en noviembre de 1992; creían que, como buen progresista, no tardaría en aumentar el déficit del gobierno norteamericano, generar inflación y debilitar el dólar a nivel internacional; en poco tiempo se vería que hacía todo lo contrario, apretando el nudo alrededor del pescuezo del "uno a uno"). Pero es cierto también que ya antes de que el fortalecimiento del dólar se revelara como una seria restricción externa, en lugar de hacer las correcciones necesarias para resolver los problemas que iban surgiendo en el comercio exterior y el financiamiento del gasto público se empezó paso a paso a reemplazar el sueño de "pesificar" por el de "dolarizar": desde la crisis del tequila en adelante las autoridades argentinas fueron renunciando a que los ahorros, los créditos y los bonos de deuda se nominaran en pesos. Creyeron que así no sólo reducían las tasas de interés, sino que aseguraban la gobernabilidad: elevando más y más los costos de una eventual salida del peso convertible, ella no se produciría, porque todo se convencerían de que había que aguantar, y que la opción era volver al pasado, caer en una devaluación caótica y políticamente inmanejable.
En alguna medida tuvieron razón, y la convertibilidad duró mucho más de lo que la mayor parte de los analistas predijo. Y por algo su popularidad nunca fue tan alta como al borde del abismo: en las encuestas de fines de 2001 casi todos los argentinos querían un "cambio de modelo", pero más del 80% decía que el cambio fijo debía permanecer a toda costa.
¿Nunca debió entrarse a este régimen o fue una buena idea pero mal manejada? ¿Es cierto que, como ha dicho Cavallo y han repetido muchos funcionarios de De la Rúa, si se aguantaba hasta principios de 2002, cuando el dólar y las tasas de interés se desplomaron y las commodities subieron a todo vapor en los mercados internacionales, la Argentina hubiera salido adelante sin necesidad de devaluación, default, ni 55% de pobres? Imposible saberlo. ¿Se equivocaron los políticos y los ciudadanos argentinos que pensaron que salir del "uno a uno" era liquidar la última promesa que nos mantenía unidos como sociedad, y el último recurso de gobierno que frenaba el caos total, pues volveríamos a los ciclos de inestabilidad y estancamiento del pasado? Indudablemente, sí.
De todos modos, no deja de sorprender que, pasados diez años de una expansión tan veloz como inesperada, algunos de aquellos viejos problemas y las dificultades para encararlos reaparezcan tan prestos y rozagantes. Lo cierto es que la Argentina halló condiciones inéditamente favorables para "pesificar" su economía, no sólo la de uso diario sino la de largo plazo, la del ahorro y el crédito, en el ciclo virtuoso creado tras la crisis de 2001-2002. Pero en algún momento entre 2005 y 2006, por razones que todavía es difícil comprender, dejó pasar esa oportunidad. Y un lustro después parece ya no estar en condiciones de recuperarla. Al menos no sin hacer antes grandes esfuerzos y pagar significativos costos.
Lo peculiar de este nuevo ciclo de dolarización e inflación que vivimos desde que se tomó esa decisión es, por un lado, que sus costos no han recaído en el Estado central: gracias a que él recauda en gran medida en dólares, logró pesificar buena parte de su deuda y a la vez escamotea de las cuentas la mayor parte de la inflación, puede concentrar los beneficios del impuesto inflacionario y descargar en los particulares, los niveles inferiores de gobierno y en sus acreedores los perjuicios correspondientes. Por otro lado, no deja de llamar la atención que la dolarización y la fuga hayan sido por largos cuatro años muy intensas, pero también compatibles con un rápido crecimiento.
El problema es que esa inédita compatibilidad parece haber llegado a su fin, y puede haber tocado la hora de que se sienta el impacto, y que él sea, en términos sociales, tan injusto como solía ser en el pasado: finalmente, lo que la dolarización de ahorros y su fuga nos están diciendo es que los principales ganadores del crecimiento de estos años no se conforman con lo que ya recibieron ni aceptan ser también ellos burlados por el Estado, y se preparan para que la socialización de pérdidas, cuando el pasado nos alcance, no los cuente entre las víctimas. Es apostar contra la suerte del país y de los que menos tienen, sin duda. Pero, ¿cómo reprochárselo?
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El autor es sociólogo e historiador