Dolor público: las muertes que definieron una agenda política contra la violencia
El secuestro de Sivak, los asesinatos de María Soledad, ?del soldado Carrasco, de Kosteki y Santillán, el caso Blumberg y la tragedia de Once, entre otros, crearon una nueva sensibilidad social
Desde la reapertura democrática hasta hoy, muertes ocasionadas por distintos tipos de homicidios, atentados o tragedias que podrían haberse evitado generaron efectos políticos significativos. Una de las consecuencias del espacio público que se reabría en 1983 fue la posibilidad de plantear temas como problemas públicos que concitaban la preocupación pública y exigían alguna intervención del Estado. Muchos de estos temas eran preexistentes a esas muertes, pero el impacto político que ellas tuvieron reside, precisamente, en su capacidad de ir definiendo parte de la agenda democrática desde entonces. La conversión del dolor privado en dolor público y político expresado en movilizaciones de protesta, de propuestas, de exigencias de destitución o de transformaciones políticas permiten trazar distintas preocupaciones colectivas que las muertes colocaron en el espacio público argentino.
La muerte de Adriana Moya (1983), una joven de 17 años que se arrojó de un cuarto piso para evitar una violación, fue en las postrimerías de la dictadura un evento de alta conmoción para el renaciente movimiento feminista y constituyó un hito central en su lucha en pos de visibilizar la violencia de género. Pero fue el secuestro (1985) y asesinato del banquero Osvaldo Sivak (1987) lo que desafió el sentido común sobre el estado democrático reconquistado: la mayoría de sus asesinos, antes represores, eran ahora empleados del Estado y su modus operandi remitía a las aristas más truculentas de la última dictadura.
Sorprende hoy la débil presencia, discursiva e iconográfica, de Sivak, a diferencia de la mayor visibilidad de su esposa y la notoriedad de sus asesinos, que ofrecieron sus vidas privadas al escrutinio de la prensa escrita. Todavía, a diferencia de lo acontecido en otros países occidentales, la víctima no ocupaba el lugar principal. Su conversión en actor central del debate político fue un proceso que en la Argentina estuvo especialmente asociado a los movimientos de derechos humanos. Las formas de movilización y la legitimidad creciente, en particular las madres y familiares próximos de las víctimas del terrorismo de Estado, devino un plafón esencial para la irrupción pública de otras muertes, casi a continuidad, las provocadas por la violencia policial.
La masacre de Ingeniero Budge (1987) y el asesinato de Walter Bulacio (1991) se retroalimentan en el sentido de que en la primera la opinión pública recomenzaba a cuestionar los métodos de represión de la policía y la falta de garantías individuales y, gracias a la acción de los movimientos de derechos humanos, la segunda culminaría con la derogación de los edictos que habilitaban a la policía federal a la detención arbitraria de los ciudadanos.
Sin tolerancia a la impunidad
Si la muerte de Osvaldo Sivak era, en la expresión de un periodista del diario Clarín, "el pasado mordiéndonos los talones", los jóvenes de Ingeniero Budge, pero también María Soledad Morales (1990) y Omar Carrasco (1994) fueron el presente, y no justamente porque no haya habido muertes similares en las décadas pasadas, sino porque aparecían ahora como símbolos de lo que ya no podía tolerar una Argentina democrática. Al dolor de los deudos se acopla una sensibilidad social nueva frente a la violencia estatal y la impunidad política. En efecto, muchas muertes de los años 90 portan el signo de la impunidad y del entramado de negocios entre el poder económico y político (Cabezas, en 1997), otras posicionaron cuestiones, aún inacabadas, sobre la conexión entre células de ultraderecha locales, fundamentalismo religioso, complicidad política, policial y judicial (embajada de Israel, en 1992; AMIA, en 1994).
En diciembre de 2001, las movilizaciones preceden y reciben en su acontecer a muchos muertos. Maximiliano Kosteki y Darío Santillán (2002) son el extremo de una serie de asesinatos que develaron la más eficaz y brutal articulación represiva de la última experiencia democrática. El aparato represivo del Estado fue mostrado en acción en directo, también las muertes lo fueron en tiempo real, por las cámaras de televisión. El poder de la imagen se impuso a la versión oficial y al relato inicial de los medios de alcance nacional. La inflexión política quizá más significativa fue el adelantamiento de las elecciones por el entonces presidente Duhalde y, se sostiene, la decisión del nuevo presidente Kirchner de terminar con la represión de las movilizaciones sociales.
La salida de la crisis y el inicio del milenio colocarán a las muertes por la inseguridad a la vanguardia de las preocupaciones ciudadanas. El secuestro y asesinato de Axel Blumberg (2004) con el endurecimiento de leyes penales inmediatamente después, o el asalto a mano armada y asesinato del bebe de Carolina Píparo (2010) son dos ejemplos posibles de un continuum de imágenes, léxicos y peticiones difíciles de imaginar décadas atrás.
A diferencia de las muertes mencionadas más arriba, cada una de las cuales podía aparecer como casi excepcional, las muertes producidas por la inseguridad son particularmente potentes en la opinión pública, porque rápidamente se reconocen en muertes previas similares o asimilables en sus causas. Interactuando potencian a la inseguridad como problema público y permean el lenguaje en que se expresan otras muertes. En este marco, los estudiantes secundarios del colegio porteño Ecos que perdieron la vida en las rutas de la provincia de Santa Fe (2007), las víctimas de Cromagnon (2004), de la tragedia de Once o por las inundaciones en La Plata no son leídas como fatalidad, sino como evidencias de la inseguridad vial, de los déficits de infraestructura y de la ausencia de control estatal. Más formas de morir son consideradas hoy responsabilidad pública y han dejado de ser vistas como fatalidades o accidentes fortuitos.
Si los organismos de derechos humanos, familiares y otras organizaciones sociales tuvieron un rol fundamental en las movilizaciones para evitar la impunidad frente a estos y otros casos, el derrotero público de estas muertes es impensable sin el trabajo periodístico. Los medios fueron adquiriendo un papel clave como escenarios de representación de demandas y de reflejo de prácticas, convirtiendo estas muertes en noticia y, más importante aún, contribuyeron a estabilizarlas como tales durante un período de tiempo, como para permitir rumores, trascendidos, nuevas versiones que acallaban las viejas y que, entre tanto, generaban oportunidades políticas para plantear demandas y generar medidas. Enhebrando estas vidas truncas es posible ver los cambios en la práctica periodística y en el relato periodístico, nunca uniforme, a menudo sensacionalista, y también él permeable a los trastrocamientos, como los derivados de la masificación de Internet y el arribo de observadores/periodistas que filman y suben a la Red su propia versión de los hechos, poniendo así en jaque la idea de veracidad monopolizada hasta entonces por el periodismo profesional.
Si bien en cada período hay un tipo de muerte que genera más impacto público que otro, no hay que pensarlas como en una sucesión lineal, sino más bien como coexistentes en el curso del tiempo que, en ciertas condiciones, remiten o activan otras del pasado. La desaparición de Marita Verón (2002) reenvía, por ejemplo, a María Soledad y a tantas otras mujeres secuestradas y sometidas a explotación sexual. La desaparición de Julio López (2006) y Luciano Arruga (2009) reactivan en el imaginario social la práctica de la tortura y la desaparición.
A estas muertes que han generado efectos políticos en el espacio público nacional podríamos sumar tantas otras acaecidas en distintas ciudades, provincias y pueblos, y que han transformado la vida local. Muertes que perduran en la memoria, en los reclamos por su esclarecimiento y que en muchos casos, cuando sus ecos mediáticos se han acallado, se sostienen por los familiares, que luchan esperando todavía que el Estado haga justicia.
En un tiempo en que las ideologías fueron perdiendo centralidad en la fijación de las agendas de gobierno y en que el público, en su doble sentido de audiencia y de comunidad política, va ganando un rol central; en un momento en que la sensibilidad social frente a la muerte evitable y a la violencia se ha vuelto una marca de la Argentina posdictatorial, los casos conmocionantes aquí mencionados son una arista necesaria y esencial para pensar y trazar la historia argentina de los últimos treinta años.
Gabriel Kessler y Sandra Gayol