¿Dónde está la cámara oculta?
Blandir cacerolas porque gran parte de la sociedad no se siente representada políticamente no puede pasar a ser la norma
Desde casi todos los espacios de éste y otros medios lo esperable es ponderar lo ocurrido durante la protesta. Pero vale la pena tomar un poco de perspectiva, aunque sea acotada. No se trata de intentar un enfoque histórico, basta retroceder mínimamente en el tiempo. En los últimos dos meses pasó de todo. Se cumplió el aniversario de la tragedia de Once. Falleció Chávez y CFK asistió a sus exequias. Eligieron a un papa de origen argentino, que primero fue cuestionado y luego abrazado por el oficialismo, mientras la oposición intentaba colgarse de su sotana. Se inundaron las ciudades de La Plata y Buenos Aires, y murieron alrededor de 60 personas. La Presidenta anunció el envío de seis proyectos de ley para "democratizar la Justicia". En su Periodismo para Todos, Jorge Lanata denunció la corrupción y el lavado de dinero de gente muy cercana al kirchnerismo, y el tema explotó en los medios.
Si no fuera porque las pérdidas de vidas son verdaderas, y porque lamentablemente nos estamos acostumbrando a que en nuestro país todo –absolutamente todo- nos parece a estas alturas normal, tendríamos que mirar alrededor y preguntar en voz alta: ¿dónde está la cámara oculta? Porque tamaña sucesión en un lapso de apenas sesenta días parece preparada para ShowMatch ... de futuras temporadas.
Como género teatral, la farsa pone de manifiesto y bajo una mirada crítica ciertas normas y comportamientos de los seres humanos.
Como género teatral, la farsa pone de manifiesto y bajo una mirada crítica ciertas normas y comportamientos de los seres humanos. Para ello utiliza el humor y la exageración. Sus personajes tienden a actuar de una manera extravagante pero logran mantener la verosimilitud. En esta trama, la nuestra, no hay motivos de risa pero los componentes de la farsa están ciertamente presentes: lo estrambótico se presenta una y otra vez como natural.
Hasta se podría elegir un escenario donde todo transcurre: el ya famoso edificio Madero Center. Allí vive el vicepresidente. Cristina Fernández de Kirchner es dueña de dos departamentos y ocho cocheras. Cristóbal López también es propietario. En esa dirección funciona la sede de una financiera que ya parece un club de amigos k.
Los argentinos parecemos haber suspendido el criterio de irrealidad, aceptamos cualquier cosa, nada nos resulta descabellado. Que se diga que pseudoempresarios amasaron en una década una fortuna de miles de millones de dólares al calor del favoritismo estatal suena posible. Tampoco llama la atención que ello ocurra o haya ocurrido en distintas partes del país, con otros gobiernos o en otros tiempos. ¿Cuándo se transformó en normal que la corrupción se discuta en los programas de chimentos de la tarde, incluyendo a personajes como Karina Jelinek o Iliana Calabró? ¿O que las denuncias deban hacerse con condimentos de show para que, por lo menos, su contenido logre trascender? Desde que la Justicia no actúa, podría decir alguien. Bien. ¿Y desde cuándo eso nos empezó a parecer lógico?
Los argentinos parecemos haber suspendido el criterio de irrealidad, aceptamos cualquier cosa, nada nos resulta descabellado.
El Estado cuenta hoy con más recursos por habitante que nunca jamás en nuestra historia. Entonces ¿cómo puede haberse vuelto habitual que, para llamar la atención y exigir respuesta, se recurra una y otra vez a cortar calles? De igual manera, el cacerolazo puede tener la virtud de una ciudadanía que reacciona y se resiste a la degradación. Pero blandir cacerolas porque gran parte de la sociedad no se siente representada políticamente no puede pasar a ser la norma. Y ciertamente no debería dejar de ser fuente de asombro que algunos políticos de la oposición expresen –¡vaya paradoja!- que dichas manifestaciones constituyen un motivo de optimismo.
Todos estos son síntomas inequívocos de que es el sistema político el que está roto: no tiene capacidad de diálogo ni de representación. Y eso es, precisamente, lo que tenemos que solucionar. Para ello, el primer paso es darnos cuenta del proceso de anormalidad en el que desde hace un tiempo estamos sumergidos. La farsa construye un espejo social que, con la comicidad y el ridículo, pone la lupa sobre conductas, arreglos e instituciones cuestionables. Pero para lograr su cometido exige un espectador que sea capaz de ese tipo de interpretación. Si no corregimos la política como para no caer cada diez años en el "que se vayan todos" no debería sorprendernos que esta obra termine un día con un émulo local del cómico italiano Beppe Grillo como presidente. Y eso sí que no es nada gracioso.