Dramas secretos de la pandemia
Voy a confesar algo que es casi una inmolación. Nunca me emborraché. Soy un abstemio casi total. Cuando digo en una reunión que no tomo alcohol, siempre hay alguien que trata de convertirme al culto dionisíaco. A veces la insistencia alcanza un punto tal que, en apariencia, cedo. Me limito a mojarme los labios. Solo en una ocasión intenté otra estrategia. Fue en una comida inolvidable en la casa-biblioteca del galerista Jorge Mara. Entre los invitados estaban Juan José Saer y Ricardo Piglia.
Mara presentó un vino que, según los entendidos, era una rara joya. Saer se encargó de servirlo. Cuando fue el turno de mi copa, le dije al escanciador que no tomaba y él insistió. Nos conocíamos muy poco. Se me ocurrió una salida que pondría fin a la insistencia. Agregué: "Soy alcohólico recuperado". Su cara devino la ilustración del pensamiento, casi siempre tácito, "¡Trágame, tierra!". También había curiosidad e interés en su sorpresa. Pero no hizo ninguna pregunta. En medio de la conversación general nadie nos había oído. Al final de la noche, me acerqué al admirable autor de La grande y le dije: "Saer, le mentí. Soy abstemio". No describiré su reacción.
No hay puritanismo en mi rechazo al alcohol. Me encantaría sumar un nuevo placer a los que ya experimenté en mi vida. Mi paladar no es inmune a los encantos de ciertos vinos, pero si tomo un segundo o tercer sorbo, empiezo a sentirme mal. Me mareo, sufro de vértigo y el funcionamiento de mi aparato digestivo se convierte en lo más parecido a una tormenta bretona.
Lo que no lograron algunos de los vinos más exquisitos de la Argentina, de Francia y de Italia, lo lograron la lavandina y el alcohol en gel. El coronavirus me ha convertido en un hombre ebrio de higiene y desinfectantes. Casi todos los días paso un trapo de piso embebido en lavandina por todo mi departamento. Termino exhausto y borracho en un sillón.
De chico, iba a casa de mis padres una vecina del barrio que se dedicaba a lavar la ropa. Lo que me interesaba era verla disolver el añil, el blanqueador de la época, en el agua. El azul profundo del polvo me hipnotizaba. La lavandera traía esa sustancia maravillosa en el interior de una bolsita cerrada con un cordón. Era una operación mágica. Después, la vecina lavaba el patio con lavandina. El olor impedía que yo hiciera cualquier travesura, porque lo detestaba. Ahora, en la cima de los años, me he convertido en una lavandera frenética, en un asesino de virus armado con la lavandina de mi niñez: es un destino de Anthony Perkins.
Hago otra confesión descalificatoria. Jamás, hasta ahora, había manejado el lavarropas. Una pareja o una empleada se encargaba, según mi vida íntima, de esa tarea. El coronavirus hizo que el hada de turno emigrara. Por suerte, un amigo me enseñó a usar la poderosa máquina. Pasé entonces a la elección de jabones, enjuagues, de "productos" que algunas clientas del supermercado, apiadadas, me recomendaban. Ahora mientras camino por el departamento se desprenden de mí vaharadas de violetas, de lavanda, todo eso, mezclado con la impudicia de la lavandina, que me recuerda prácticas solitarias censuradas.
Hay dramas privados que no llegan a la nobleza de la tragedia, pero que tienen algo de ese género teatral, porque el protagonista deja de ser quien era para ser otra persona, Muere un yo y nace otro. Eso me ha pasado con la pandemia.
Por la tarde, me planto frente a la televisión, no para ver un programa, sino para aprender los nombres de las marcas de quitamanchas, aerosoles, pastillas, que deparan pulcritud y decoro. ¡Pero si a mí el decoro me parece lo más aburrido del mundo! He dejado de leer al marqués de Sade, al abate Brantôme, Jean Genet, Pasolini, Copi, Lamborghini y Henry Miller, que me introdujeron en el mundo del intercambio de secreciones y fluidos corporales humanos. Ahora consumo la literatura de los envases que me prometen "la brisa del verano" después del último enjuague o pisos y mesadas de los que emanará "la perfección floral". Sin comentarios.