Ecos rusos, entre un pianista ficticio y un autor olvidado
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El libro es de lengua alemana, pero alienta a seguir practicando la fascinación que ejerce el espíritu ruso –esa mezcla de talento y sufrimiento entrelazados– contra la comodidad artística de lo que en algún momento fue este lado de la Guerra Fría. Autorretrato con piano ruso, recién traducido y publicado por Anagrama, está firmado por Wolf Wondratschek (Turingia, 1943), un autor de culto. Se publicó en el original en 2018. La fecha, próxima, le da a la novela su contradictoria impresión de décalage: el marco es actual, pero parece salida del fondo del siglo XX.
"La historia arranca con el cruce del narrador en un café con Suvorin, un viejo pianista de lo que fue la Unión Soviética. Pero ¿existió alguna vez algo así?"
Wondratschek es alemán, si bien vive en la capital de Austria desde hace décadas, por lo que es dable considerarlo vienés adoptivo. Autorretrato..., para estar a tono con el espíritu de la ciudad, podría contemplarse como un reverso más coloquial y directo de las metronómicas novelas con que Thomas Bernhard encaraba sus personajes más enigmáticos, entre ellos los músicos (léase El malogrado). La historia arranca con el cruce del narrador en un café con Suvorin, un viejo pianista de lo que fue la Unión Soviética. Pero ¿existió alguna vez algo así? El octogenario, desprolijo y metódico bebedor Suvorin está ahí, como un holograma ceniciento, para probarlo. Entre encuentros y desapariciones, va barajando parte de su vida, el clima de opresión de los días soviéticos y, ya fuera, su paso por diversas ciudades europeas. Suvorin –un personaje ficticio– dejó de tocar, pero no faltan las pequeñas anécdotas con sus pares para darle espesor y realidad: desde el paso del heterodoxo canadiense Glenn Gould por Moscú al estilo del gran Sviatoslav Richter, que tocaba lento, buscando “como un arqueólogo” el tesoro de una pieza que no se había sacado todavía a la luz: “A Richter no le interesaba que admiraran sus habilidades al piano –susurra Suvorin–, sino que para él el éxito consistía en hallar el rastro de un descubrimiento, la esperanza de encontrarlo”.
"La literatura de los tiempos soviéticos que sobrevive hoy es justamente la de los que no sobrevivieron"
La mujer de Suvorin quiso ser enterrada en la tierra natal, y para eso hubo que trasladarla (no a ella, sino a una porción concreta de tierra rusa) para cumplirle el deseo: es la añoranza de no ser profetas donde se suponía. Lo singular del pianista de Wondratschek es que testifica sobre todo las décadas finales del sistema soviético, coetáneo de los Joseph Brodsky o Limónov. Lleva sin embargo a la rastra la memoria -como todos ellos- de un período anterior, igual de burocrático, pero más expeditivo, sin necesidad de que se lo nombre.
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La literatura de los tiempos soviéticos que sobrevive hoy -en buena parte previa en términos cronológicos al personaje ideado por Wondratschek- es justamente la de los que no sobrevivieron. De Isaak Babel (fusilado, se sabe ahora, en los subsuelos de la Cheka) al criminal destierro siberiano de Ossip Mandelstam (por tomarle el pelo a Stalin en un poema), la lista de autores es amplia, pero sigue en aumento. Hace poco la primera traducción al castellano de la increíble Moscú feliz puso otra vez en circulación a Andréi Platónov, un escritor menos leído que conocido por las dificultades que tuvo para ser publicado. No ya en vida, cuando se lo prohibieron, sino también de forma póstuma.
El nuevo viejo nombre de la literatura rusa de entreguerras será seguramente pronto Yuri Felsen (1894-1943), del que saldrá pronto en inglés su primera novela (Engaño, de 1930). Felsen no murió en el Gulag, sino en Auschwitz. Se llamaba en realidad Nikolai Freudenstein y pasó a vivir en París, donde después de la Revolución se encontraba una de las grandes comunidades rusas en el exilio. La otra colonia de emigrés estaba en Berlín, donde residía Vladimir Nabokov, que por entonces firmaba como V. Sirin, y con el que, al parecer, se lo comparaba. En una nota de The Guardian, el traductor al inglés, Bryan Karetnyk, que repescó al autor leyendo viejas publicaciones de los años treinta, cuenta que el retrato psicológico en primera persona de Engaño no solo habilita comparaciones con Nabokov, sino también con Proust, incluso Joyce y Virginia Woolf. Tal vez exagere, pero del levantamiento de esos silenciamientos aberrantes –el de los nazis que, además de asesinar a Felsen, destruyeron todos sus manuscritos; el de la URSS, donde nunca más, no hace falta decirlo, siquiera se lo nombró– está compuesta la fluctuante literatura rusa: libros de los que no se tenía noticia, a los que durante décadas nadie pudo leer y que con el fluir del tiempo se vuelven impostergables. Nada de eso hay que explicarle, claro, al imaginario Suvorin.
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