Educación esencial
A fines de los años 60 del siglo pasado mi padre podía pagarme la asistencia a un colegio privado de elite aun siendo médico con sueldo de hospital público. Pero la economía argentina ya empezaba a hacer de las suyas, así que los dos últimos grados de la primaria fui a parar a una escuela estatal.
Poco tiempo tardé en comprobar que la enseñanza gratuita de entonces no tenía nada que envidiarle a la paga. También cursé toda la secundaria bajo los beneficios de la ley 1420, pergeñada por Sarmiento y Roca, en 1884. Entre ambos sistemas –el privado y el público– moldearon mi tolerancia y maneras de pensar.
Ahora que la educación va camino a ser declarada esencial –ya Diputados le dio su sanción; falta el Senado–, tal vez a los alumnos de hoy empiece a pasarles lo que ocurría cuando había huelga (algo excepcional) en mi época escolar: el servicio educativo jamás se interrumpía. Eran jornadas con menos docentes, pero a los chicos de distintos cursos nos reunían en un aula o en dos y, en un ambiente relajado, poníamos al día las tareas pendientes. Y lo más importante: nuestros padres podían seguir con sus quehaceres sin que nadie les desorganizara sus rutinas. No había rehenes.