Editorial II. Educar en la esperanza
Uno de los mayores males derivados de los duros tiempos que vivimos reside en las generalizadas actitudes de irritabilidad, desaliento ante el presente insatisfactorio y escepticismo por un futuro incierto. Los problemas que nos asedian y que resaltan en el plano de los hechos económicos y políticos han ido enrareciendo el clima social, tanto en la dimensión pública como en la privada.
Ese efecto adverso alcanza de lleno a las generaciones en gestión -como las llamó Ortega y Gasset- y también a las generaciones mayores, ya en retiro. Pero la consecuencia más preocupante se advierte al observar cómo perturba y daña a las generaciones que se están formando, a la minoridad que estudia, que trabaja o aspira a hacerlo.
Las reservas morales y las expectativas realizadoras del país se cifran precisamente en ellos, niños, adolescentes y jóvenes de hoy. El interrogante es hasta dónde se habrán de reducir los horizontes del porvenir nacional si seguimos contribuyendo, aunque sea involuntariamente, a la transmisión precoz de las frustraciones adultas, que podrían tener como resultado indeseable la formación de hombres y mujeres decepcionados y descreídos.
Esta presunción duele y está latente en el seno de las familias y de las instituciones de enseñanza, en los distintos niveles. Ante tal situación, ¿cuál es la actitud que se espera de padres y docentes, que asumen el deber de enseñar el conocimiento de la realidad y de proveer al crecimiento psicobiológico y moral de los menores?
Ese planteo tiene relación con las respuestas dadas por la profesora Paola Delbosco en una entrevista publicada recientemente. En la ocasión, ella formuló una visión muy orientadora al respecto. En efecto, al contestar acerca del modo en que se debe educar hoy, hizo hincapié en la necesidad de que el proceso educativo cuide de mostrar siempre la compatibilidad entre las exigencias de la vida, aun las más difíciles, y las perspectivas que siempre se renuevan de superarlas y avanzar.
Destacó, asimismo, que es en tales circunstancias de carencias y padecimientos cuando más se convocan ciertos valores humanos, como la solidaridad, la austeridad y el espíritu de servicio. Es, también, la oportunidad en que se busca "lo que es esencial para la vida: ser buenas personas". Subrayó, además, que la presencia de los males no disipa en el ser humano la vocación por el bien y la felicidad, aspiración que siempre debe alentarse. Aunque sea el deber de quien educa exponer los rigores de la realidad, importa, también, que las explicaciones de los mayores se adecuen a las edades y que se tenga la firmeza de enunciar las salidas que pueden abrirse a los proyectos de vida. En suma, mostrar que las asperezas de una época ingrata no cancelan las expectativas de un mañana mejor.
La esperanza, pues, moviliza, empuja a descubrir soluciones, a superar los obstáculos, a rectificar errores. Dicho de otro modo, corresponde al adulto ser veraz y estimulante, nunca quejoso o derrotista. Desde luego, esto reclama una cuota de equilibrio, de prudencia y de correcta percepción acerca de la gravitación que poseen las imágenes del futuro y de la vida ante los ojos de niños, adolescentes y jóvenes.
Es decir, los males de hoy no tienen que hipotecar los tiempos que vienen. La vida es un movimiento que implica siempre una dirección hacia adelante, que nunca debe quebrarse. Las convicciones esperanzadas alimentan la entereza del ánimo cuando tiene que enfrentarse con experiencias adversas.
Hay que entender que la esperanza es algo más que un consuelo destinado a aliviar pesares. Ella trasciende los momentos difíciles y conduce a renovar energías y habilidades a fin de alcanzar otras formas de realización. En la palabra y la acción de padres y maestros la sociedad confía especialmente a fin de que no claudique la vigencia de esa virtud del alma. Amar a la minoridad es descubrir en cada uno de ellos su mejor forma de realización. A esa meta elevada concurren los ideales educativos, que no han de caducar.
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