El adiós del rey Menem
Los caudillos son reyes plebeyos. Como los monarcas antiguos, entienden que su poder es vitalicio. Entonces, harán cualquier cosa para conservar ese poder o, por lo menos, un espejismo de ese poder. Carlos Menem mostró estos días la cara más patética de ese modo de hacer política y entró furioso en su propio ocaso renunciando a ir a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. La primera la había ganado con el 24 por ciento de los votos; en la segunda iba a ser sepultado por el 70 por ciento, algo sin antecedentes en la historia argentina.
Es una paradoja instructiva: la atomización de los partidos políticos le permite ganar a un candidato al que siete de cada diez argentinos rechaza.
También es instructivo el escándalo de la renuncia, desmentida durante días y finalmente anunciada en medio de un tumulto de guardaespaldas y simpatizantes llorosas a las que el caudillo les besaba la mano en un despojado jardín, cerca del Trópico de Capricornio. La escena tenía mucho de realismo mágico.
Casi un desconocido
Este escándalo y aquella paradoja muestran el grado de crisis en que ha caído el sistema político argentino. La actitud dañina de Menem no hace otra cosa que agravar esa enfermedad.
El caudillo de la fiesta de los años 90 buscó con su salida preservarse de la derrota y debilitar a su oponente en los comicios, Néstor Kirchner. Lo primero no parece probable que lo consiga, porque a la imagen de la derrota se le suma ahora el escarnio de la huida. Lo segundo (debilitar a Kirchner) es más posible, por lo menos en el corto plazo.
En todo caso, la anticlimática llegada del político patagónico a la presidencia lo hará más dependiente del poder del actual presidente, Eduardo Duhalde, que lo ayudó a subir al pináculo pese a ser casi un desconocido.
De todos modos, lo cierto es que Kirchner nacía debilitado. Los votos que lo llevaron al segundo puesto en la primera ronda electoral le pertenecían sobre todo a su mentor, Duhalde. Y los que lo iban a consagrar en la segunda vuelta eran sobre todo votos contra Menem y no a favor de él.
Así que, en todo caso, la debilidad de Kirchner no es hoy mucho más aguda que antes. Sólo es más dramática su necesidad de construirse un apoyo propio en condiciones bien difíciles.
Menem todavía sueña con constituirse en una alternativa de poder, y con los restos de su desolada tropa intentará seguir presente. No parece eso el peligro mayor que enfrenta Kirchner. Más temible es que aún queda en pie una parte del sistema que Menem construyó: un Poder Judicial subordinado a la política, un sistema de partidos que no puede financiarse sin corrupción, una apertura económica indiscriminada... Y sobreviven los efectos de ese modo de hacer política: desempleo del 17,8 por ciento, salarios bajísimos y altas cifras de delincuencia.
Hace mucho que ha dejado de existir la Argentina que tenía la más alta movilidad social de América Latina.
Sin embargo, debajo del escándalo de estos días, se pueden ver algunos síntomas positivos. Hay indicios de que podría llegar el fin de los caudillos. Menem entró en eclipse, aunque su maniobra pretende lo contrario: apenas lo votó el 24 por ciento en la primera vuelta. Lo mismo le pasa a Raúl Alfonsín, otro caudillo, cuyo partido obtuvo un patético 2,3 por ciento de los votos.
Un invento argentino
En cuanto a Kirchner, el futuro presidente no tiene hoy ninguno de los atributos de un caudillo. Descendiente de suizos, previsor y ordenado, serio y algo encorvado, no cautiva a las multitudes. Los votos que cosechó contienen una difusa esperanza de cambio y una expectativa leve y realista: más empleo, mejor salario y más seguridad frente a la delincuencia.
Es posible que los argentinos hayamos madurado en el sufrimiento y ahora estemos reclamando ser gobernados por un hombre tan sólo eficiente.
Eso está por verse; en estos días en que la torpeza de Menem produce cataratas de críticas indignadas o divertidas, muy pocos parecen dispuestos a recordar que este caudillo declinante fue un verdadero invento argentino, igual que otras producciones mucho menos controvertidas, como el tango o la literatura de Borges. La mayoría de los argentinos lo votó no una vez sino dos, a pesar de que para llegar a la segunda había torcido la Constitución.
Entonces, aun con un Kirchner que llegara a demostrar eficacia y poder político, las dificultades que presenta el futuro son enormes. Hay que renegociar la deuda con acreedores furiosos con un país que proclamó el default como un acto de afirmación. Y habrá que comenzar a pagar.
Para aumentar el superávit fiscal, el Fondo Monetario Internacional pide más ajuste y más presión impositiva. "Para evitar la inflación reprimida", exige subir las tarifas de los servicios públicos privatizados. Y para no afectar las cuentas fiscales, quiere que se mantengan los salarios de los empleados públicos en su nivel actual.
Al mismo tiempo, los argentinos y sus gobernantes deberán consolidar la incipiente reactivación de la economía, paliar la falta de equidad social, reconstituir el sistema político y la honestidad de la Justicia. Así, tal vez, recuperarán la confianza en el sistema. Estas metas son verdaderamente heroicas.
Kirchner es un hombre culto, de cincuenta y tres años, formado en la militancia universitaria del peronismo de izquierda de los años 70. Los años y el ejercicio del gobierno en su provincia patagónica lo han convertido en una suerte de socialdemócrata europeo.
Tal vez sea mejor que no tenga pasta de caudillo. Pero necesitará la energía y la imaginación de los grandes estadistas. Tendrá poco tiempo para lograr un pacto de gobernabilidad con las principales fuerzas políticas. Deberá convencer a un pueblo lastimado y descreído de que todavía hacen falta más sacrificios. Y si no muestra resultados pronto, su gobierno puede durar seis meses, tragado por el pozo sin fondo de la crisis.
En cambio, si tiene algún éxito, habrá ayudado a alumbrar una nueva era. Hubo momentos de crisis en la historia argentina en los que surgieron grandes movimientos. El radicalismo le dio voz y voto a la clase media cuando el partido conservador ya no podía expresar él solo la compleja sociedad de comienzos del siglo XX.
El peronismo hizo lo mismo con la clase trabajadora cuando el conservadorismo moría, a mitad del siglo, y el país se industrializaba. Ahora que el radicalismo agoniza y el peronismo está dividido en tres, tal vez los argentinos puedan construir otra opción sin caudillos, con dirigentes. Una nueva generación está llegando al poder. Por supuesto, esto no será suficiente, pero es necesario para empezar de nuevo.
Ahora, si este nuevo intento de consolidar un sistema democrático terminara en otra frustración, sería un nuevo paso hacia otro "hombre providencial" al que entregarle la libertad a cambio de una ficticia seguridad. Y, en una Argentina tan mal acoplada a la globalización, podríamos pasar de una parodia del realismo mágico a la tragedia de un nacionalismo mágico.