Editorial. El Amazonas, otro grito de alerta
Salvo ciertos núcleos de estudiosos o de interesados en las cuestiones ecológicas, a quienes hasta ahora no se les ha prestado mayor atención, el mundo no parece haber tomado conciencia de la gravedad de los incendios que, fuera de control, devastan la región amazónica y ya fueron calificados por los expertos como el mayor siniestro forestal en toda la historia del Brasil.
Esa calificación no es exagerada en modo alguno. Distribuidas en 2000 frentes de fuego y a favor de una pertinaz sequía, las llamas, encarnizadas devoradoras de esa parte de las sabanas y los bosques amazónicos, llevan consumidos casi 40.000 de los tres millones de kilómetros que abarca esa vastísima zona. Tan inmenso reservorio ostenta la invalorable condición de pulmón del mundo, debido a que los procesos de fotosíntesis y de evaporación del agua que se generan en él contribuyen a producir buena parte del oxígeno que requiere nuestro planeta. No sólo están en peligro la integridad de su flora y su fauna, cuya recuperación demandará muchas décadas o será directamente imposible, sino que, además, el fuego y las humaredas descontrolados conspiran contra la supervivencia de las etnias aborígenes asentadas en ese territorio. El origen y quienes fueron sus responsables importan poco o nada en esta altura de la tragedia que involucra al Estado brasileño de Roraima, amenaza a los de Amazonas, Pará y Acre, y también está invadiendo a Guyana, país limítrofe con el norte del Brasil. Mucho más trascendentes y negativas serán sus probables consecuencias, agravadas por el hecho de que el Amazonas padece, desde hace muchos años, los deletéreos efectos de la indiscriminada tala de árboles realizada por colonos y ganaderos, indiferentes a cuanto no sea su beneficio. La catástrofe podría modificar, es probable, el ecosistema continental, provocando el incremento de las temperaturas medias y otras imponderables alteraciones del clima. Pero mientras quienes la combaten han dado manifiestas señales de impotencia y claman por ayuda _las autoridades argentinas dispusieron colaborar con esa labor_, los gobiernos brasileño y estatal de Roraima siguen discutiendo sus diferencias acerca de cuáles serán los montos que aportará el erario nacional para ayudar a combatir los incendios.
La arrogancia de los hombres no parece tener término. La absoluta falta de las precauciones mínimas indispensables para prevenir esta clase de siniestros, a los cuales es sin duda propensa la vastedad amazónica, ha sido denunciada sin tapujos por Twig Johnston, director regional para América latina del Fondo Mundial para la Naturaleza. Los argentinos tuvieron oportunidad de sufrir en carne propia esa lamentable experiencia cuando, a principios de 1996, se produjeron grandes incendios forestales en el sur de nuestro país.
Aún es difícil de estimar cuál será la magnitud definitiva de este siniestro, cuántas pérdidas causará y hasta qué punto habrá de incidir en la calidad de vida del Amazonas, del Brasil todo y del subcontinente americano. Sean cuales fueren sus consecuencias _si algo se puede anticipar, es que habrán de ser gravísimas_, ya ha reiterado que el destino de la humanidad cuelga de un hilo cuya preservación corre por cuenta de la humanidad misma. Y también que a pesar de todas sus conquistas, el hombre, ciego y soberbio, continúa resistiéndose a admitir que su existencia depende del cumplimiento de esa misión esencial.
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