El arte de provocar escándalos
El gran danés Lars von Trier -genial director de cine-, se despertó esa mañana con un hambre casi animal de notoriedad. Pegó el tarascón con un arma mediocre, pero efectiva: "Yo entiendo a Hitler [?]. No es lo que llamaríamos un buen tipo, pero simpatizo un poco con él", dijo en el Festival de Cannes, durante una conferencia de prensa en la que remató su defensa del asesino con otra frase no menos desagradable para el pueblo alemán: "Me di cuenta de que era nazi porque mi familia era alemana".
¿Cómo ser un tipo sensible y genial y, al mismo tiempo, convertirse en un escándalo? La respuesta parece simple: pruebe usted con Hitler. Diga que lo ama, que lo ha pensado con esmero hasta concluir que eso de los campos de exterminio ha sido un mal cálculo de los historiadores. Hágalo como Von Trier, o siga los pasos del ex diseñador de Dior, el talentosísimo John Galliano, que hace unos meses fue despedido de la gran casa de moda francesa por declarar su admiración hacia el Führer . " I love Hitler (Yo amo a Hitler)", les confesó a quienes compartían su mesa en un bar, advirtiéndoles que si viviéramos en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial "vuestras madres y padres no serían más que mierda gaseada".
Los micrófonos y las cámaras de televisión -se sabe- provocan excitaciones desmesuradas. Qué bien lo dice el filósofo francés Michael Onfray, autor de La filosofía feroz (Libros del Zorzal): "La televisión vuelve loco. Es cierto. Pero seguramente más a aquellos que no aparecen en ella".
Hallar espacio para escandalizar enarbolando banderas horrorosas no sólo resulta sencillo para quienes facturan a fin de mes honorarios en concepto de partes íntimas exhibidas en primer plano o historias personales reveladas con la chatura que se exige en todos los canales. También es simple para los grandes creativos o los intelectuales de talento. Todo el mundo quiere escucharlos, la prensa desea la primicia de sus jugosas declaraciones, y así la vida va. Para los actores, se trata de una experiencia única: tomar aire, pensar un instante, oler que se acercan esos cinco minutos de gloria y ahí nomás esgrimir el argumento en favor de una bestia.
Cuesta comprender que esos tipos que admiramos por sensibles y geniales sean capaces de abrir sus bocotas para defender causas nefastas. ¿Deberíamos entenderlo con naturalidad y separar los tantos?
"Dalí es un buen dibujante y un ser humano repugnante. Lo uno no invalida ni, en un sentido, afecta lo otro [?]. Desatendemos las consecuencias del hecho ineludible de que un artista es también un ciudadano y un hombre", dijo el lúcido George Orwell.
Auxilio: llamen a Freud. Von Trier ahora está arrepentido. Pero no dan ganas de perdonar, ni soñando. Mi vecino dice que sólo se trata de un tipo incoherente, y tiene razón.
La mayoría de nuestras conductas, sentimientos y juicios están comandados por procesos inconscientes, afirma la doctora Lía Ricón."Los humanos no somos coherentes. Podemos tener cualidades y defectos conviviendo en nosotros toda la existencia. Heidegger fue un nazi miserable, que invocó, para explicar sus conductas, supuestos desconocimientos imperdonables para su nivel cultural e intelectual, y fue también un gran pensador", afirma esta psiquiatra, psicoanalista, profesora consulta de la UBA y autora de Una familia suficientemente buena (Polemos).
Como Orwell, suponemos a veces que juicios como los de Von Trier y Galliano son consecuencia de un razonamiento moral minuciosamente elaborado. Pero no. El prestigioso investigador argentino Facundo Manes, presidente del World Federation of Neurology Research Group on Aphasia and Cognitive Disorders, director de Ineco y del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro, afirma que existe evidencia científica reciente que sugiere que las decisiones morales están más relacionadas con la emoción que con el razonamiento explícito.
Junto con su colega e investigador Ezequiel Gleichgerrcht, Manes explica que el cerebro creativo y el cerebro moral funcionan en completa interrelación. "Las áreas creativas son las que nos permiten, por ejemplo, generar distintas alternativas para justificar nuestra decisión moral."
Según el criterio de los neurocientíficos, las áreas cerebrales de la moral de Galliano o de Von Trier procesan ciertas conductas como moralmente correctas (el deseo hitleriano de asesinar, por ejemplo), mientras la mayoría las procesa como inmorales. Juzgar como positivo un genocidio va en contra de las normas morales sociales, por lo que podría decirse que estos amantes del escándalo fallan (en términos de cerebro moral) al interpretar qué es lo socialmente aceptado. A esto se suma cierta incapacidad para inhibir conductas inapropiadas, como la que supone decir esas frases que tendrán inevitables consecuencias sociales.
Eche usted un vistazo al libro Identidad y violencia (Katz), del economista indio y premio Nobel Amartya Sen: "Los odios sectarios promovidos enérgicamente pueden extenderse como reguero de pólvora, según se ha visto recientemente en Kosovo, Bosnia, Ruanda, Timor, Israel, Palestina, Sudán y muchos otros lugares del mundo".
Mi vecino dice que no exagere. Que para qué tanto análisis y tanta evidencia científica puesta a merced de dos provocadores de corto alcance. Otra vez tiene razón: pretender convertirse en un escándalo no es lo mismo que planificar con Adolf Eichmann la Solución Final. Al fin y al cabo, un día Man Ray dijo que "todos los críticos deberían ser asesinados". Y, fíjese usted, no pasó nada. Los críticos siguen ahí, criticando, por lo que convertirse en un escándalo debería considerarse un propósito mayúsculo. De hecho, habría que tener en cuenta la ventaja de que con el nazismo todavía hay tela para cortar. Y si por esas desgracias del destino Hitler llegara a convertirse en un tema trillado, puede usted probar diciendo, por ejemplo, que el genocidio armenio ha sido un invento de ebrios desvelados en una noche de calor. Qué va: en un planeta atestado de gente, un millón y medio de personas no cambia las cosas.
© La Nacion