El arte de la lluvia
La lluvia. La garúa translúcida. El agua blanda (qué adjetivo perfecto, maestro). El tamborileo tenaz sobre los techos. La lluvia impasible del invierno.
Pero no siempre es blanda. Recuerdo esa mañana de primavera en la que el mundo se puso color Mordor, y quince minutos después había encallado en un callejón sin salida, sitiado por una inundación impúdica. O esa otra vez, en la ruta (no recuerdo cuál ruta, pero sí que era verano), cuando, por mi costumbre de estar prestando oídos a la naturaleza, supe que teníamos la tormenta encima, a punto de martillarnos, y entonces memoricé los autos adelante, bajé la velocidad, y me encomendé a Dios cuando quedamos sumidos en una avalancha gris y brutal. Por fortuna, a nadie se le ocurrió detenerse, y, al salir de la zona ciega, los vehículos seguían adelante, un poco más cerca, un poco más lentos, pero los mismos que recordaba haber visto antes.
Llueve ahora, y cuando escampe lo sabré porque los pájaros entonces se regocijan y se los oye anunciar que están de regreso en sus territorios. Horneros y teros, a esta hora temprana, son los que más alborotan. Pero esa vocinglería me dice que puedo salir al jardín, al menos por un rato. En la calle, el fresno, que hace dos meses era una sinfonía solar, viste ahora una joyería diferente, más sutil. De sus ramas despojadas y silenciosas penden gemas transparentes y efímeras. A veces, alguna cae, muda, al suelo.
A propósito, por supuesto que los árboles hablan. Es diferente el cuchicheo suave de estos fresnos jóvenes que el murmullo de las casuarinas o el aplauso multitudinario de los álamos, altos como campanarios. Algunos, es cierto, son más lacónicos. Otros solo susurran.
Ocurre aquí, lejos de la ciudad, que el cielo recupera su estatura. Se ven, así, casi todas las formas de la lluvia. Hay noches en las que la garúa es tan débil, tan etérea, que bajo las luces se ve el agua flotar. Si no hay viento, se diría que es una nube de insectos de otro mundo, hechos de agua y de tiempo. Son gotas muy pequeñas y por eso pueden darse el lujo de ser esféricas; es tan interesante la lluvia que también hay una variedad en el tamaño y la forma con que el agua se precipita en este planeta, el nuestro, y en eso solo la supera, acaso, la nieve, con sus copos irrepetibles.
Me ha ocurrido de ver avanzar la cortina incontenible de una lluvia súbita de verano, marchar hacia nosotros como un Juggernaut, y he visto también, a muchos kilómetros de distancia, los pilares inmensos de los aguaceros tropicales.
Phil Plait, astrónomo y persona feliz, publica a menudo en su cuenta de Instagram (@thebadastronomer) sus minuciosas lecturas del cielo. No porque sí formó parte del equipo del Telescopio Espacial Hubble. También lo apasionan las nubes. Hace poco explicaba que los cirrus uncinus suelen anunciar que se acerca una tormenta, lo que, en su caso, resultó cierto. También publicó, unas horas después, las imágenes de unos cumulonimbos gigantescos que amenazaban desde el norte. En otro hemisferio (Plait vive en Boulder, Colorado) y en otra estación del año, anteayer los cirrus uncinus ("con forma de gancho", en latín) aparecieron por aquí. Desde ayer, llueve y llueve.
Seguirá así, seguramente hasta mañana, jueves. El gris acero del invierno. La humedad, que por estos lugares no tiene compasión. Y la lluvia tranquila que va y viene.
De forma imperceptible, desde el solsticio de junio, los días han vuelto a alargarse. Aunque todavía faltan los meses más inclementes, ya se está gestando, en el corazón del frío, la primavera, que traerá sus tormentas paroxísticas, y luego, con el día más largo, cerca de la Navidad, llegará el verano, la edad de los insectos, el bochorno y la luz.
De momento, y aunque los romeros florecen y las solandras alistan sus bronces, todo parece a la espera. Excepto por la lluvia mansa que mece la cuna del mundo.