El Beso prohibido de Rodin
Ambos se acercan; sienten, cada uno, su propio palpitar y el del otro. La decisión ya está tomada, se dejan llevar; esta vez sí. Al leer la historia de amor de Lanzarote, al leer cómo aquella boca era besada por el amante apasionado, a pesar de todo y sin pensar en el peligro, es tan intenso el deseo que es mejor no buscar los ojos del otro; cerrarlos, así los sentidos son más profundos. Las respiraciones de los dos se confunden. De pronto, de a poco, despacio, se besan como si fuera la última vez que sucederá. Un beso eterno. Las manos tocan la nuca, el pelo, la cintura; hasta la última fibra sin control.
A pesar del placer, de la intensidad, ese minuto, cada segundo, se pueden revertir y convertir en dolor. El beso puede ser la puerta del Infierno o del Paraíso. El beso prohibido de Paolo y Fracesca Di Rímini, los personajes de la Divina Comedia de Dante Alighieri, los condujo a la muerte. Eran amantes. Su marido los sorprende, los mata y son condenados a andar sin rumbo en el Infierno.
La historia del Dante inspira al escultor August Rodin para darle forma a una de sus obras más expresivas, Le Baiser, diseñada en el proceso creativo de La Porte de L’Enfer (La Puerta del Infierno), una obra monumental para un mu-seo parisino que finalmente no se concretó. A partir de la suspensión de la obra, rescató algunas figuras para reproducirlas libre de condicionamientos. Una de ellas es El beso, de la cual una réplica en yeso se encuentra en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires; punto de partida de la muestra que conmemora los 100 años de la muerte del escultor francés y que estará abierta hasta el 25 de febrero de 2018.
Rodín inauguró una nueva dimensión para la escultura que produjo efectos que siguen influyendo sobre otros artistas; inspiración absoluta que encierra el desafío de romper las reglas, las normas de la armonía y el equilibrio que regían en el academicismo clásico de fines de Siglo XIX. Una modernidad que se alimentaba de la experimentación permanente. Rodin abría su taller y ponía en el centro la escultura en proceso; el protagonismo en los materiales y la sensación de inacabado.
El Beso, una de sus obras más populares, cuya réplica en yeso fue obsequiada por Rodin a su amigo Eduardo Schiaffino -el primer director del Museo Nacional de Bellas Artes- en señal de gratitud, me lleva directamente al amor de Rodin por su amante, su musa: Camille Claudel. Los unía la pasión, el ardor, el abrazo de un amor obsesivo. Un amor prohibido. “Te beso las manos amiga mía, tú que me das tan profundos y ardientes goces, a tu lado, mi alma existe con fuerza y, en su furor amoroso, tu respeto siempre está por encima. El respeto que tengo por tu carácter, por ti mi Camille es una causa de mi violenta pasión. No me trates despiadadamente, te pido tan poco”, le escribía Rodin a Camille en una de las cinco cartas celosamente guardadas en el museo que lle-va su nombre en París, en el 77 de la Rue Varenne.
Camile tenía 20 años cuando lo conoció, se hicieron amantes inmediatamente. Es cierto que el arte los unió, que la inspiración potenció la creación de ambos. Sin embargo, se fundieron en una tormentosa relación que se convirtió en un infierno. Rodin jamás cumplió la promesa de dejar a su mujer (estaba casado) y Camille entró en una locura de la que jamás salió. Se convirtió en un alma errante como la Francesca de Rímini del Dante. Mi asociación no es en vano, August conoció a Camille cuando el estado le encargó La Puerta del Infierno de la que se deprende el famoso Beso, un beso que, sin pensarlo, la su-mió en la locura. Durante treinta años permaneció recluida en un hospicio. Sus manos nunca más crearon una sola escultura. El beso prohibido de Rodin la llevó al mismo infierno de Francesca y Paolo. Sin su amor. Sin Rodin.