El bibliófilo de Sotheby’s
La historia del abuelo la rescata el nieto. El periodista y escritor inglés Sasha Abramsky reconstruye en La casa de los veinte mil libros la parábola vital de Chimen, padre de su padre, coleccionista, vendedor y lector apasionado de valiosos manuscritos y volúmenes de historia, política y economía, cuya vasta biblioteca –los veinte mil libros a los que refiere el título– fue, durante años, un reservorio de las especies intelectuales que permiten comprender el agitado siglo XX europeo y los problemas que irradió al resto del mundo.
Dos cosas anhelaba Chimen, y las logró de manera oblicua: ser un catedrático de renombre y escribir su autobiografía. El reconocimiento de los claustros se lo ganó a pulso, con la fuerza de una tesonera formación autodidacta, ya que sus estudios en la Universidad Hebrea de Jerusalén quedaron truncos cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. En cuanto al testimonio de su vida, llegaría dos generaciones después. Sasha Abramsky señala que su abuelo, a la hora de contar anécdotas, era tan encantador como confuso; se enredaba sin remedio entre los datos y ramificaciones de su profusa erudición, lo que hacía naufragar la coherencia de todo relato. Se hacía fuerte en el ensayo y el comentario de las grandes obras; la narración, en cambio, era territorio hostil. Así, contar y reconstruir fue labor del nieto.
Todo comenzó con la muerte de Chimen, en 2010 y en Londres, a los 93 años. Sasha recibió la noticia en su hogar de California. Adoraba a sus abuelos –Chimen y Miriam, que ponía sabor a las acaloradas tertulias filosóficas bajo el techo familiar con suculentos platos de la cocina judía–; había pasado días enteros en “la casa de los veinte mil libros” cuando era niño, y un cuarto en lo de Chimen, forrado de volúmenes en doble fila del suelo al cielo raso, era su refugio si se disgustaba con sus padres o se hartaba de sus hermanos. Sasha sabía que la clave de toda una vida –y una época– estaba en esa biblioteca formada a lo largo de décadas, que avanzaba de manera caótica sobre cada rincón de la vivienda. Había que volver a ella para descifrar su mensaje antes de que los libros reunidos por el espíritu de un solo hombre, con sus cambios y sus contradicciones, se desbandaran en una constelación fragmentaria de colecciones privadas.
Chimen había nacido en Minsk en 1916, primer varón ateo –y más tarde, cuando la familia pudo escapar de la Unión Soviética e instalarse en Inglaterra, activo cuadro comunista– en un linaje de venerados rabinos. Aunque su padre había sufrido en carne propia la tortura de los campos de Siberia, Chimen tardó mucho en ser capaz de reconocer y condenar los crímenes de Stalin. A partir de ese momento, abrazó el iluminismo y lo más noble del pensamiento liberal. De ambas etapas de su vida cosechó valiosas amistades: Eric Hobsbawm e Isaiah Berlin, entre otros.
Entró en el negocio de la compraventa de libros para ganarse el sustento, y su excepcional habilidad lo llevó a convertirse en un especialista de consulta obligada para Sotheby’s. Nunca retomó los estudios universitarios que la guerra había interrumpido, pero llegó a ser valorado como un sólido historiador, en especial de la cultura judía. Su curiosidad y su devoción por el conocimiento mantuvieron su intelecto siempre en guardia, aun en medio de sus convicciones marxistas. Tal vez las palabras que mejor lo definen sean las que Sasha recuerda de un amigo de su abuelo: “Cuando se trataba de libros, para Chimen no había izquierdas ni derechas, ni bueno ni malo: los libros eran parte de una esfera mágica de la vida que él dominaba como nadie. Cuánto le gustaba mostrar las obras de un rabino y las de un filósofo radical en una misma estantería, demostrando que la estantería es el verdadero territorio de la armonía humana”. Para su nieto, acaso este haya sido su legado más valioso.