El consumidor consumido
Seis de cada diez nuevos empleos en la Argentina se generan en el área de servicios, según un informe publicado en LA NACION (5 de junio de 2006). Esto parece confirmar un lúcido comentario del ensayista y novelista español Vicente Verdú (El País, de Madrid, junio de 2006). Occidente ha pasado del capitalismo de producción al capitalismo de consumo y, también, de la cultura del trabajo a la cultura del maquillaje. En el capitalismo de producción, como lo indica su nombre, el énfasis estaba puesto en el desarrollo de las fuerzas y los medios productivos, en la creación y fabricación de bienes. Había mucho trabajo puesto en esos productos y el orgullo del productor, ya fuere empresario u operario, nacía en la calidad y durabilidad del bien. En cierto modo, el capitalismo de producción era también de permanencia, de arraigo.
El capitalismo de consumo se sustenta en la creación constante y creciente de deseos para proponer su satisfacción, antes que en la producción de bienes. Se trata de crear un deseo, hacerlo pasar por necesidad y ofrecerse a aplacarlo. Lo importante ya no es lo que se fabrica, sino lo que se promete (de ahí, al decir de Verdú, que prevalezca lo cosmético, la apariencia). Donde antes había bienes concretos, ahora hay intangibles. Si antes el productor ocupaba el centro de la escena, ahora la clave es el consumidor. De hecho, el desarrollo tecnológico, más otras características de la era globalizada, han hecho que cada vez más productores de carne y hueso (operarios, obreros, técnicos) hayan sido y sean reemplazados por máquinas, mientras los mercados crecen. En la fase anterior, la palabra durabilidad era medular: el bien debía durar. El servicio no se basa en bienes, sino en vínculos. El servicio, en todas sus formas (transporte, comunicaciones, espectáculos, información, entretenimiento, turismo, oficios en los que la oferta es abstracta), no depende de la duración de un bien. Al contrario, los instrumentos de esta actividad caducan velozmente y se nos incita a correr en pos de uno de última generación (televisores, computadoras, celulares, programas, películas). Estos, a su vez, expirarán velozmente. En los servicios, cuando se habla de calidad, no se trata de la calidad de un bien, sino de la naturaleza de una relación. La calidad de los servicios de una sociedad dice mucho del tipo de vínculos humanos que se dan en ella.
Un proveedor de Internet se ufana de conectar "a millones en segundos". Sin embargo -me consta, porque he sido víctima-, puede fallar en proveer de señal a casi toda una manzana durante nueve días. No ofrece explicaciones, disculpas ni resarcimientos. Los usuarios damnificados se quejan y la empresa no responde. La aerolínea de bandera toma por costumbre incumplir los horarios de sus vuelos, con tardanzas de una, dos o tres horas. Basta con pararse ante las pantallas del aeroparque metropolitano que señalan las horas de partidas y arribos, y se verá el enorme porcentaje de retrasos. Los viajeros (soy víctima semanal en distintos vuelos) no reciben explicaciones, resarcimientos ni disculpas. Las empresas de telefonía celular están a la cabeza en las estadísticas de quejas de los consumidores. Simplemente tienen serias deficiencias en el cumplimiento de lo que ofrecen y prometen. En esas mismas estadísticas les siguen los bancos, en los cuales los clientes pueden perder horas preciosas de su tiempo para cualquier gestión. Si la luz se corta (y se corta) es excepcional el usuario que consigue comunicarse telefónicamente con los números en los que se le dará información. Suelen estar súbitamente ocupados o desconectados. Cada lector puede agregar su propia experiencia de usuario o cliente. "Todos nuestros operadores están ocupados, llame más tarde", es la barricada ante la que rebotan permanentemente los usuarios de todo tipo de servicio. Frente a esto la palabra "fidelizar", un neologismo convertido en caballito de batalla en el lenguaje empresarial, suena a broma cruel. Se supone que alude a lograr la fidelidad de los usuarios y clientes. Para "fidelizar" sólo hay que cumplir lo prometido. Lo demás son palabras sin contenido.
Para que este fenómeno cotidiano y repetido sea posible tiene que haber una base cultural. La calidad de los servicios, repitámoslo, es uno de los espejos en que se refleja el tipo de vínculos que prevalece en una sociedad. En este caso, se trata de relaciones en las cuales el otro sólo importa en cuanto nos beneficia. No es una persona que, como tal, merece respeto, atención. El vínculo con él no es un lazo para honrar, para cultivar, para nutrir. El otro es un objeto, no un sujeto. Si nos sirve, lo usamos. Si no, lo desechamos. Es llamativa y preocupante la resignación de los consumidores ante estos fenómenos, como si el maltrato ya fuera parte de nuestro modo de vincularnos. Cuanto más nos preocupemos por considerar al semejante en nuestras relaciones personales (familiares, de amistad, de trabajo, afectivas), por escucharlo y registrarlo, por dignificar el lazo que construimos con él, estaremos propiciando, a escala social, vínculos humanos de mayor calidad y trascendencia. Habrá menos margen para que se instale la cultura de la manipulación. Estaremos menos expuestos a ser consumidores consumidos.
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