El derecho a la vida no tiene grados
Por estos días, reconocidos juristas coincidieron en un argumento que destacamos como una de las novedades más conmocionantes del debate sobre el pretendido derecho al aborto y el intento de legalizarlo. Es la primera vez que comprobamos que quienes están a favor del proyecto admiten expresamente la existencia de vida humana desde la concepción. Sería difícil contradecirlos, puesto que, en definitiva, y más allá de toda opinión religiosa, moral, antropológica o biológica, eso es lo que reconoce textualmente nuestro sistema legal, tanto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos como en la ley que dio vigencia en nuestro país, en 1990, a la Convención de los Derechos del Niño. Ambos convenios internacionales tienen jerarquía constitucional desde 1994.
Entonces, ¿cuál es la novedad?
En primer lugar, es muy importante el reconocimiento por parte de quienes propician la legalización del aborto de lo que resultaba imposible de negar, ya que la Corte Suprema ha dicho que el primer criterio de interpretación de una norma es la letra misma de la ley. La vida humana tiene entonces, desde la concepción, protección constitucional.
Pero lo especialmente singular fue la reflexión que siguió a tan trascendente reconocimiento: esas vidas no necesariamente merecen siempre el derecho a vivir y a ser protegidas. ¿Es posible? En tiempos en los que el mundo celebra la progresiva erradicación de la muerte "graduada" o "reglamentada" de los seres humanos culpables, limitada prácticamente a las gravísimas y excepcionales circunstancias de la legítima defensa, estos encumbrados profesores del derecho pretenden validar la muerte de los seres humanos inocentes.
Nada tiene que ver esto con la respuesta penal al homicidio o al aborto por razones de política criminal; se trata de la utilización de un argumento mucho más drástico, de una discriminación definitiva. Ante la reconocida evidencia de la protección legal de la vida humana desde su origen, los juristas se vieron forzados a traer de regreso a nuestra civilización la antigua "graduación" o "reglamentación" de la vida. Se trata de la atribución de mayor o menor valor, dignidad y consiguiente protección de la vida de los seres humanos según grados, escalas o categorías ajenas a nuestra tradición cultural y repudiadas por nuestro ordenamiento jurídico.
¿Alguien se hubiese imaginado que en 2018 en el Congreso se volverían a escuchar los argumentos con los que se pretendió por milenios legitimar la esclavitud, el racismo y los aniquilamientos masivos?
Es cierto que en muchos países esas injusticias solo fueron conjuradas a fines del siglo XIX o avanzado el siguiente, entre ellos, varios de los tenidos por modelos de desarrollo, como los Estados Unidos, cuya Corte todavía en 1856 (caso Dred Scott), para estupor del presidente Lincoln, seguía considerando a las personas negras subhumanos, o Alemania, cuyos más prestigiosos especialistas también dieron a su tiempo sostén ideológico a la "licencia para la aniquilación de la vida sin valor de vida". Pero nuestro país eligió otro camino con la liberación de todos los niños que estuvieran por nacer a enero de 1813. La igualdad ante la ley es un principio fundante de nuestra sociedad, anterior a la Constitución.
Por lo tanto, la tesis de la consideración "gradual", "incremental" o "reglamentada" del derecho a la vida inocente y su protección supone una manifiesta y anacrónica arbitrariedad que esconde la mayor y más definitiva de las discriminaciones. Implica, además de la jurídica, una corrupción de la inteligencia, porque la vida, la real y concreta de cada persona, no tiene grados: se está vivo o se está muerto. Es un eufemismo más de la cultura del descarte.
También se ha intentado fundamentarla en precedentes internacionales, tantode países que implementaron el aborto como en declaraciones de algunos organismos internacionales. En ambos casos, eso no se compadece con nuestra Constitución, no solo por la reserva argentina a la Convención de los Derechos del Niño, sino porque ignora que un nuevo texto incorporado en 1994 dispuso la obligación del Congreso de dictar un régimen de protección integral a la mujer embarazada y al niño desamparado.
Además, el derecho a la vida del niño desde la concepción ha sido reconocido en numerosas constituciones provinciales antes y después de 1994, y es principio fundamental del derecho constitucional argentino, que precisa el ámbito de aplicación y vigencia de los tratados internacionales.
Los discursos de los constitucionalistas ante el Senado, contrarios a la legalización del aborto, ponen en claro la vigencia de ese principio constitucional. No nos extraña que del órgano que representa a las provincias, donde se preserva y defiende más vigorosamente la tradición cultural argentina, se alcen las voces y adopten las posiciones esclarecedoras a favor del derecho a la vida desde la concepción.