El desafío de armonizar el largo y el corto plazo
Nuestro país "está enfermo de cortoplacismo" y una de sus consecuencias se expresa en estancamiento económico. Para superarlo se necesitan políticas de largo plazo, cuyas exigencias de ahorro e inversión no han sido suficientemente tenidas en cuenta por nuestros gobernantes. En los orígenes de la revolución industrial los empresarios gozaron de un largo período durante el cual acumularon capital para reproducir sus actividades, dotándolas de nuevas maquinarias y elevando la productividad. Lo hicieron amparados por gobiernos que no dependían del voto ciudadano, lo que les permitió pagar salarios mínimos y soportar cargas impositivas menores.
Pero en países de desarrollo tardío, como el nuestro, el empresariado no pudo acceder a ese tipo de protección para alcanzar una acumulación de capitales que asegurara un desarrollo sostenido, dado que al momento de plantearse la etapa industrial los gobiernos eran elegidos por el voto secreto de ciudadanos que, además, eran conscientes de sus derechos a una vida digna con las necesidades básicas satisfechas.
En ese contexto político cultural los ciudadanos tendieron a votar por aquellos candidatos que ponían énfasis en la distribución de la riqueza; candidatos que llegados al gobierno se abstenían de tomar medidas que distrajeran recursos para políticas de largo plazo, temerosos de perder el apoyo ciudadano o para reforzar una forma de dominación funcional a sus intereses. En ambos casos el estancamiento económico fue inevitable.
Países como Chile rompieron con ese condicionante al recurrir a una salida no democrática como fue la dictadura de Pinochet, quien aniquiló a la dirigencia sindical al tiempo que diezmó a la clase empresarial, dejando fuera del mercado a todos aquellos que no modificaron sus hábitos de operar bajo la protección del Estado.
Nuestro país necesitaba enfrentar el desafío de terminar con el estancamiento económico, dentro de formas democráticas de gobierno y respetando el derecho de las mayorías ciudadanas a un nivel de vida sin privaciones. En ese marco se da el triunfo electoral de Mauricio Macri, en parte explicado por una toma de conciencia de parte de la sociedad en cuanto a las limitaciones del populismo cortoplacista, que en sus versiones más aberrantes viene acompañado de una dominación autoritaria que pretende encubrir sus ineficiencias y arbitrariedades con derroches demagógicos.
Al calor de esos cambios en parte de la sociedad, Macri rompe con la tradición cortoplacista y toma un conjunto de medidas que apuntan a crear las condiciones para la inversión productiva, atendiendo el largo plazo pero sin caer en la ortodoxia económica. Lo hace tratando de que los efectos de esas políticas no perjudiquen, en el corto plazo, a los más carenciados. Para eso amplía la cobertura de la AUH, paga la deuda a los jubilados, crea tarifas sociales para el consumo de servicios y toma otras medidas en la misma dirección.
Las reacciones adversas provocadas por el aumento de las tarifas del gas muestran las dificultades de una estrategia económica como ésta, pero cualesquiera sean los logros de esta gestión no debiera haber dudas en cuanto a que el camino a seguir debe pasar por lograr una armonía virtuosa entre el largo y el corto plazo: no producir sin distribuir ni distribuir sin producir.
Claro que el éxito no depende sólo del Gobierno, sino también del comportamiento de las fuerzas de oposición. En este sentido, el debilitamiento del kirchnerismo, la acefalía (en los hechos) del peronismo y la posible inclinación de Sergio Massa hacia una alianza con Margarita Stolbizer y su garantía de institucionalidad son datos alentadores. En cambio, el sindicalismo vuelve a mostrar su habitual hostilidad retardataria, mientras parte del empresariado se debate entre asumir sus responsabilidades y añorar las facilidades propias de un capitalismo de amigos, tan dañino para el país.
Sociólogo, miembro del Club Político Argentino