El destino de Chávez
Venezuela tiene deudas pendientes consigo misma, al parecer más difíciles de saldar de lo que se suponía. Sus instituciones se vieron erosionadas, a lo largo de varias décadas, por vicios cívicos que fueron provocando el desgaste del tradicional bipartidismo democrático que durante tanto tiempo singularizó a ese país en el subcontinente por la estabilidad de su sistema político. Como resultado de ese progresivo deterioro del cuadro institucional, llegó un momento en que la opinión pública venezolana decidió poner fin a una alternancia de partidos que ya no le inspiraba confianza y que sólo parecía beneficiar a una dirigencia visiblemente divorciada de los genuinos intereses del conjunto social. En ese momento irrumpió en el escenario Hugo Chávez, militar nacionalista que prometía encabezar un magno esfuerzo de regeneración nacional y que no tardó en asumir, por legítima decisión popular, la jefatura del Estado.
El sistema político experimentó, así, una brusca mutación. De un lado quedaron, desplazados, los elementos comprometidos con la situación anterior, afectados por denuncias sobre presuntos hechos de corrupción y notoriamente responsables de haber privilegiado sus connivencias sectoriales en perjuicio de los auténticos requerimientos del bien común. Del otro, un naciente autoritarismo de rango mesiánico, adornado con ambiciosas banderas, pero dependiente casi en absoluto de la sagacidad, la firmeza y el ascendiente de un hombre aislado, suma de factores de dudosa confiabilidad, según enseña la experiencia.
Hugo Chávez accedió al poder hace tres años con el aval de una contundente mayoría de los venezolanos, pero con muy poco más. No sólo se encontraba al frente de un movimiento improvisado, desprovisto de cuadros y de ideología, sino que con excesiva rapidez se hizo evidente que carecía de un concreto plan de gobierno, más allá de las generalidades propias de la demagogia o del ordenancismo castrense. En materia de relaciones exteriores trascendieron sus devaneos antinorteamericanos, lo que hizo nacer fundados temores sobre la sustentabilidad de su propuesta. No obstante, han sido su errática política económica y su falta de determinaciones en materia social los factores que más contribuyeron a que su gobierno recogiera señales de hostilidad cada vez más acentuadas en muchos de sus conciudadanos.
Hoy se advierte que el caudillo ha quedado de espaldas a las que fueron sus promesas electorales. Sus palabras dejaron de sonar como las de un profeta de tiempos nuevos para pasar a ser las de un agitador de incierto destino. Una nueva cuenta pendiente se ha abierto entre el lider y la masa que le había dado su apoyo. Queriendo o sin querer, con voluntad patriótica o con intención torcida, de un día para otro Chávez dejó de ser el posible agente de una renovación total para convertirse en el veleidoso protagonista de un nuevo desencanto, que se suma a una ya larga historia nacional de frustraciones y desencuentros. El jefe popular que había reunido tras de sí el apoyo de mayorías consistentes se transformó, de buenas a primeras, en un personaje amedrentado que, al resguardo de tanques y de aviones, habla imperativamente e injuria a sus opositores, que ahora forman legión.
De tal modo, lo que había comenzado como una serie de vagas promesas de asegurar la "felicidad" del pueblo desembocó en un atisbo de dictadura, que seguramente no prosperará, pero que constituye, de por sí, un palpable retroceso en la trayectoria institucional de Venezuela. Otra vez, como obedeciendo a un maléfico destino, se le presenta a un país latinoamericano la disyuntiva antigua entre la libertad y la opresión. Con la particularidad de que la libertad que muchos invocan podría derivar hacia la anarquía y el desborde de ambiciones sectoriales, en tanto que la otra alternativa, el discrecionalismo autoritario, lleva en su propia naturaleza, notoriamente, el germen de su fracaso.
Chávez ha traído -con designio expreso o sin él, precisión carente de significado, pues en nada hará cambiar las consecuencias de lo que suceda- una nueva desventura a su patria. Es ahora responsabilidad del conjunto de los venezolanos rehacer y reparar el sendero de la realización democrática, con el fin, ciertamente, de alejarse de los devaneos y las arbitrariedades del autócrata de turno, pero también para evitar los errores corporativos y partidocráticos que le allanaron en su momento el camino al poder. El cometido no será fácil de alcanzar y se empeñarán en hacerlo más problemático las arraigadas tradiciones personalistas y la postración económica y social de la mayor parte de la población. Pero no son éstas razones bastantes para entregarse al desaliento: los venezolanos sabrán una vez más, seguramente, sobreponerse a las dificultades. Y lograrán recomponer y sanear sus estructuras políticas, reconciliando el ideal de la libertad -a cuyo abrigo nacieron los pueblos americanos a la vida independiente- con los requerimientos de eficiencia, crecimiento y organización propios de la democracia moderna.