El discípulo, el tigre y la raíz del miedo
Todavía recuerdo la expresión de aquella maestra. Me miraba con terror pánico, la más desdichada perplejidad y un desconcierto abismal. De excursión al zoológico, el chiquilín había traspuesto la valla que separaba a los visitantes de la jaula del tigre -que reposaba, aburrido, con el lomo contra las inmerecidas rejas- y se había puesto a acariciar su pelaje hipnótico.
No hubo ninguna comunicación oficial de las autoridades. Creo que les resultó incómodo poner por escrito, en el mismo contexto, juntos, un tigre y un escolar de guardapolvo blanco. No obstante, alertaron a mis padres. Lo que más asombraba a mis jueces no era esa leve sonrisa felina con que la pavorosa bestia había disfrutado las caricias, sino mi desfachatada confianza en la fiera.
-Él es así -redondeó mi madre-. No les tiene miedo. Aguda, había dado en el blanco. El miedo se refleja en el espejo del depredador como alguna forma de agresión. Tal como ha quedado grabado en mi memoria, aquel tigre no era sino un gato. Más grande que los muchos que habíamos tenido en el campo. Pero un gato al fin. Un amigo. ¿Qué podía haber de temible en eso?
Diez años después, en mi adolescencia, atravesé otra situación inusual. En la playa, media docena de fornidos muchachos practicaban alguna clase de deporte que involucraba una pelota y raquetas de madera. Todo anduvo bien, hasta que un perro gigantesco, de color negro y ojos de sociópata, atrapó el ya mencionado esférico y desafió a los deportistas a que se lo quitaran. Su lenguaje corporal expresaba a gritos ¡quiero jugar! Pero le tenían miedo, y la coreografía muy pronto amenazó con terminar en tragedia cuando uno de los muchachos levantó la raqueta con la intención de golpear al animal en la cara. Calculé las posibilidades del envalentonado Homo sapiens, y eran bien pocas.
Así que corrí hasta el perro, lo abracé, jugué un poco con él, acaricié sus costados y, por último, mientras todos me miraban estupefactos, metí la mano en la desmesurada boca del lúdico can, le saqué la pelota y la devolví a sus dueños.
-Es tuyo, ¿no? -preguntaron, señalando al perro, para salir más o menos bien parados del papelón. Les respondí que no, miré al cuadrúpedo, que, por supuesto, quería seguir jugando, y lo llamé para que viniera conmigo. Mejor alejarlo de toda esa testosterona armada con raquetas. El gigantesco moloso me siguió por la costa durante varios kilómetros, entrando al mar para traerme la ramita que cada tanto le arrojaba. Fuimos felices por un rato.
Concedido, el miedo a un tigre o a un lobo han de estar grabados en nuestro ADN (¿es así?). Pero no se trata solo de eso. Hoy le tememos a todo lo salvaje. O a lo que no parece doméstico. Caballos, por ejemplo.
Tengo varias historias con estos nobles brutos (que poco tienen de brutos y mucho de nobles). Por ejemplo, a los ocho o nueve años me subí al caballo que arrastraba el carrito del botellero y me fui a pasear por ahí. Un caballo era por completo normal para mí, y hacía mucho que no me subía a uno. Pero está bien, entiendo el trastorno que causé. Nos detuvieron a unas cuadras, y supongo que fue debido a mi edad que no me acusaron de cuatrerismo.
No me pronunciaré contra el miedo. Es una de nuestras emociones más básicas y provechosas, pero solo funciona en dosis homeopáticas. Es imposible vivir con miedo. Y hay algo más, más importante.
El fin de semana estuve en la casa de dos de mis amigos más queridos. Su perro, Poncho, es cruza de shar pei con dogo. Es decir, tiene el tamaño de una montaña, la energía de una detonación termonuclear y una mirada que hiela la sangre. Pues bien, pese a que Poncho solo quería jugar, me costó mucho dominar el terror. ¿Terror? Así es. Unos años atrás sufrí heridas muy feas cuando un perro que rescaté, maltratado y asustado, me mordió varias veces. Sí, el miedo se aprende. Puede enseñárselo. Y en este texto los animales han sido una mera excusa.